Durante años, Europa ha sido la gran potencia normativa del mundo digital. Desde el Reglamento General de Protección de Datos (GDPR )hasta la reciente AI Act, la Unión Europea ha dedicado enormes esfuerzos a diseñar marcos que garanticen la seguridad, la transparencia y la ética en el uso de la tecnología.
Esa estrategia le ha permitido adoptar un cierto papel de liderazgo moral, pero también la ha convertido, a ojos de muchos, en un actor más preocupado por controlar que por crear. Ahora, con el lanzamiento del nuevo programa “Apply AI”, dotado con mil millones de euros, Bruselas parece dispuesta a intentar cambiar de rumbo: pasar del laboratorio legislativo al de la práctica.
El objetivo del plan es claro: acelerar la adopción de inteligencia artificial en sectores clave como salud, energía, manufactura, automoción o agricultura, y hacerlo de forma coordinada entre Estados miembros, centros de investigación y empresas. No se trata solo de financiar desarrollos experimentales, sino de lograr que la inteligencia artificial se integre en la economía real.
En otras palabras, que Europa deje de hablar de inteligencia artificial en términos de riesgo o de cumplimiento y empiece a verla como un motor tangible de productividad y competitividad.
La magnitud del anuncio no es trivial. Los fondos, combinados entre aportaciones públicas y privadas, buscan catalizar proyectos concretos, crear infraestructuras comunes de datos y ofrecer a las empresas europeas herramientas de inteligencia artificial entrenadas en entornos seguros y compatibles con la normativa comunitaria.
La inteligencia artificial no es solo una cuestión de derechos, sino de competitividad global
Es un intento de demostrar que la ética y la innovación no son excluyentes, y que el continente puede desarrollar su propio modelo tecnológico sin copiar el de Silicon Valley ni el de Beijing.
El cambio de tono es, en sí mismo, significativo: hasta ahora, buena parte del discurso político en torno a la inteligencia artificial en Europa se centraba en prevenir sus riesgos: sesgos, opacidad, impactos laborales, privacidad. Que por supuesto son temas esenciales, pero insuficientes si no se acompañan de una visión económica.
La inteligencia artificial no es solo una cuestión de derechos, sino de competitividad global: si Europa no consigue integrar estas herramientas en su tejido productivo, quedará condenada a depender de los sistemas, las plataformas y los modelos desarrollados por otros.
El reto de “Apply AI” es precisamente transformar la conversación y, sobre todo, la práctica. Pasar de la retórica sobre la soberanía digital a la soberanía productiva, de los principios a los resultados.
Para ello, la Comisión Europea quiere facilitar el acceso de las empresas a modelos fundacionales abiertos, promover el intercambio de datos industriales y reducir las barreras de entrada para las pymes. No se trata de reinventar la rueda, sino de facilitar que la inteligencia artificial deje de ser un lujo reservado a las grandes corporaciones tecnológicas.
La tecnología no se domestica con discursos, sino con proyectos reales, con datos, con talento y con inversión sostenida
Las implicaciones para España son particularmente interesantes. Nuestro país cuenta con sectores donde la aplicación práctica de la inteligencia artificial puede tener un impacto inmediato: agricultura de precisión, gestión energética, logística, turismo, sanidad pública y otros.
Pero también enfrenta un obstáculo común al resto de Europa: la fragmentación. Demasiadas iniciativas locales, demasiados programas desconectados, demasiados fondos que se pierden en burocracia. Si el “Apply AI” quiere funcionar, deberá apostar fuertemente por la escala y la colaboración transnacional, no por la repetición de pequeños pilotos sin continuidad.
El plan también puede ser una oportunidad para redefinir la relación entre regulación e innovación. No se trata de abandonar la protección de los derechos fundamentales, sino de entender que la regulación debe ser una plataforma, no un muro. Que las normas sirvan para generar confianza y garantizar estándares de calidad, no para ralentizar la adopción.
En ese sentido, “Apply AI” puede ser la pieza que faltaba en el rompecabezas europeo: la demostración de que una inteligencia artificial segura y responsable puede ser, al mismo tiempo, ágil y rentable.
Por supuesto, hay riesgos claros. Europa no ha brillado históricamente por su rapidez en ejecutar programas de innovación, y la gestión de fondos de este calibre puede verse obstaculizada por la complejidad administrativa, las diferencias nacionales o los intereses industriales contrapuestos.
También existe el peligro de que buena parte de los recursos terminen concentrándose en unos pocos actores grandes, dejando fuera a las startups y pymes, que paradójicamente, son las que más apoyo necesitan para competir. O de que las compañías que se beneficien de esos fondos terminen, por la escasez de capital riesgo e inversores, en manos de las big tech del otro lado del charco.
Aun así, el paso dado por Bruselas es importante y, sobre todo, necesario. Hablar de inteligencia artificial sin aplicarla es como discutir sobre el clima sin salir de un despacho con aire acondicionado. Europa necesita demostrar que su visión ética puede traducirse en innovación práctica, y que los valores que defiende pueden ser una ventaja competitiva, no una carga. La tecnología no se domestica con discursos, sino con proyectos reales, con datos, con talento y con inversión sostenida.
“Apply AI” no resolverá todos los problemas de un continente que llega tarde a muchas revoluciones tecnológicas, pero al menos puede aspirar a marcar un punto de inflexión. Es la oportunidad de demostrar que Europa no solo regula el futuro digital, sino que lo construye.
De pasar del papel al código, de las normas al producto, de la prevención a la acción. Si esta vez Bruselas cumple lo que promete, el continente podría empezar a ser conocido no solo por su capacidad de legislar, sino también por su capacidad de crear.
***Enrique Dans es Profesor de Innovación en IE University.