A veces una medida se retrasa porque no puede cumplirse. Y otras, porque no puede aprobarse. En el caso de Verifactu, el nuevo sistema de facturación pensado para evitar manipulaciones y fraude, cuesta no preguntarse qué ha pesado más, si las dificultades reales de autónomos y pymes para adaptarse o la necesidad política del Gobierno de asegurarse apoyos parlamentarios en un momento frágil. La coincidencia temporal no ayuda a disipar la duda.
Conviene recordar qué es exactamente Verifactu, porque no hablamos de “enviar facturas a Hacienda”, como muchos autónomos llegaron a creer. Verifactu obliga a sustituir o reprogramar el sistema de facturación de cada negocio para que todas las facturas se generen con un módulo de integridad: huellas digitales, encadenamiento criptográfico, imposibilidad de modificación posterior y trazabilidad completa. Es un cambio profundo de infraestructura, no un trámite.
De hecho, exige software certificado, compatible con un estándar técnico muy exigente, y a menudo implica sustituir TPVs antiguos, balanzas electrónicas, cajas registradoras o sistemas a medida que no pueden integrarse. Hay peluquerías, clínicas dentales, pequeños comercios y talleres que funcionan con máquinas heredadas del siglo pasado.
La norma presume un ecosistema tecnológico que España aún no tiene: exige estándares de seguridad, interoperabilidad y automatización que solo funcionan en países con una digitalización plena y homogénea. En Estonia, por ejemplo, funcionaría.
Ese coste no es trivial. Las estimaciones sectoriales hablan de 1.500 a 8.000 euros por negocio, según la complejidad del sistema a adaptar. Para una gran empresa puede ser una inversión asumible; para un autónomo con márgenes estrechos, es una barrera.
Hacienda no ha publicado cuántas empresas están ya adaptadas ni cuál es el coste total inducido por la norma
El dato más revelador es precisamente el que no existe. Hacienda no ha publicado cuántas empresas están ya adaptadas ni cuál es el coste total inducido por la norma. Lo más cercano a un indicador son las encuestas sectoriales que revelaban un grado de implantación bajo a pocos meses de su entrada en vigor.
No es un dato oficial, pero es consistente con lo que cuentan técnicos informáticos desbordados y con lo que han repetido asociaciones de autónomos: con los plazos fijados, buena parte del tejido no podía llegar.
Paradójicamente, quienes sí se habían adelantado, esas empresas que invirtieron tiempo y dinero para cumplir a tiempo, son ahora los grandes perjudicados. Nada desincentiva más el cumplimiento futuro que ver cómo los rezagados se benefician de los aplazamientos.
Esta inseguridad regulatoria no es un problema menor porque erosiona la confianza, encarece la inversión y consolida una cultura económica en la que cumplir a tiempo se convierte en un coste hundido inútil.
Las asociaciones de autónomos llevaban como mínimo desde octubre pidiendo más tiempo. ATA y otras organizaciones avisaron de que muchos negocios no tenían capacidad técnica ni financiera para cumplir y reclamaron que la obligación se trasladara a 2027.
Verifactu es el ejemplo perfecto de cómo una buena intención puede desembocar en un mal diseño institucional
También hubo jornadas con Hacienda donde quedaron claras las dudas técnicas, la ausencia de manuales definitivos y la saturación de los proveedores de software. La presión existía, sí, pero era tardía, dispersa y en buena medida motivada por la sensación de desconcierto generalizada en los últimos meses.
Y aquí entra el elemento más incómodo: la política. El retraso de Verifactu se anunció justo después de que el Gobierno y Junts alcanzaran un nuevo entendimiento parlamentario. La medida aparece mencionada en esa negociación y forma parte de un paquete de concesiones que permiten al Gobierno superar el examen político del momento.
No hubo un nuevo informe técnico, ni una reevaluación detallada de la capacidad del mercado para adaptarse, ni una auditoría del grado de implantación real. Todo ocurrió en el marco de un acuerdo. El problema técnico existía, sin duda. Pero el detonante, por el momento en que se adopta y por la forma en que se comunica, parece claramente político.
Verifactu es el ejemplo perfecto de cómo una buena intención puede desembocar en un mal diseño institucional cuando se subestiman tres elementos: la capacidad técnica del tejido productivo, la capacidad operativa del propio Estado y el coste de gobernar a golpe de calendario parlamentario. Y no es nuevo. España vive desde hace años un fenómeno persistente de fatiga normativa.
Es decir, se aprueban normas complejas sin analizar su capacidad de ejecución, se fijan plazos irreales y después se rectifica tarde, salvando políticamente la situación, pero dejando tras de sí un reguero de incertidumbre económica. No es casualidad que la inseguridad regulatoria aparezca entre los factores más citados por inversores y por empresas innovadoras cuando explican por qué les cuesta crecer en nuestro país.
El Gobierno puede presentar el retraso como un gesto de sensibilidad hacia los autónomos. Pero la realidad es más agria: se ha ampliado el plazo sin ofrecer datos de implantación, sin clarificar el coste total y sin asegurar que el Estado estará realmente preparado cuando llegue 2027.
Si la lucha contra el fraude es tan necesaria, debería haberse pensado mejor. Construir un sistema complejo sin preparar a quienes deben cumplirlo y después convertir su retraso en moneda parlamentaria es definirse como mal gestor político.
España necesita una política tecnológica seria, capaz de combinar ambición con realismo, que acompañe a las empresas en vez de sorprenderlas desde el BOE. Verifactu no ha fallado porque la tecnología sea mala, ni porque los autónomos se resistan al cambio. Ha fallado porque no se ha planificado bien ni en tiempo, ni en recursos, ni en comunicación.
Tal vez el Gobierno ha ganado un voto y los autónomos un año. Pero el Gobierno español ha perdido, otra vez, la oportunidad de demostrar que puede hacer algo más que improvisar.