Poca gente ha caído en la cuenta de que la floresta de desgracias del Reino Unido el mes pasado conmemoraba el 30º aniversario de la expulsión de la libra esterlina del Sistema Monetario Europeo (SME). Era septiembre de 1992 cuando se desató una tormenta furiosa que expulsó a la moneda británica y a la lira italiana fuera del sistema, provocando, además, la devaluación de la peseta y el franco, y dando prácticamente, y equivocadamente, por fenecido el proyecto de lo que después se llamaría euro.

En el 30º aniversario de aquella efeméride, nos hemos librado por los pelos de asistir a la quiebra del sistema financiero británico y a una nueva crisis financiera mundial. 

Decía Ricardo Corazón de León que, cuando se pierde la fe, ya no hay manera de recuperarla. El mundo de los inversores ha perdido la fe en el Reino Unido desde hace ya mucho tiempo y el cambio reciente y acelerado de primeros ministros, sobre todo el de Liz Truss, no hace sino ponerlo de manifiesto.

¿Tenía la culpa Liz Truss de su propia perdición? Lo más probable es que no: en la caída de Liz Truss seguro que algo tuvo que ver su impericia de novata y el querer salir al campo de juego con demasiado impulso, pero lo decisivo fue la mala suerte, algo contra lo que no se puede luchar. La pobre Liz, si no le diera vergüenza remedar a un rey de España, podría decir: “yo no envié mi programa económico a luchar contra la mala suerte”.

La mala suerte de Liz Truss se materializó en la forma de un instrumento financiero letal, la llamada gestión de los fondos de pensiones por el acrónimo LDI (liabilities driven investment) que, como comentábamos hace dos semanas, exacerbó en Reino Unido algo que estaba sucediendo en todos los demás países, sin aparente efecto catastrófico, al menos por ahora: la subida de los tipos de interés de largo plazo.

Todo el mundo ha volcado su furor contra los aspectos que le parecían más odiosos del programa de Liz Truss: la izquierda contra la reducción de impuestos y la derecha contra el aumento del gasto. Cada cual, respaldando su monomanía con el absolutismo de la teoría económica correspondiente, y olvidando el objetivo bienintencionado de la Sra. Truss: relanzar el crecimiento económico. Pero no hay piedad para el fracaso: que si el Reino Unido tiene mucha deuda pública neta acumulada (equivalente al 97% del PIB, si se excluyen los bancos públicos); que si el gasto era excesivo; que si los ricos se beneficiarían…

El mejor indicio de que todo ha sido consecuencia de esa pérdida de fe en el Reino Unido y su “dirigencia” (contra lo que a corto plazo no hay quien pueda luchar) es comparar lo ocurrido con lo que le sucedió a ese mismo país en 1992, cuando la libra esterlina fue expulsada del Sistema Monetario Europeo. En aquel momento, la deuda pública del Reino Unido era de tan solo el equivalente al 35,5% de su PIB: ¡no podía ser más saneada!, sobre todo, si se la compara con lo de ahora o con la que llegó a tener a mediados de los años 1950s: 235% del PIB.

Seguimos con un comportamiento del precio de los activos muy parecido al que tuvieron en la Gran Crisis Financiera, algo que deja en ridículo los esfuerzos de los gobiernos europeos por ponerle un tope al precio del gas

Por otra parte, el déficit comercial, que en el segundo trimestre de 2022 ha sido el equivalente al 4,23% del PIB, en el segundo trimestre de 1992 había sido de solo el 0,27% del PIB.

Es decir, en una situación de balanza comercial y deuda pública mucho mejor entonces que la de ahora, el Reino Unido tuvo que abandonar el proyecto de la moneda única, con depreciación súbita de la libra entonces del 28% frente al dólar (y ahora, desde el Brexit, del 38%).   

¿Por qué Georges Soros consiguió expulsar a la libra esterlina entonces del Sistema Monetario Europeo? Por una mezcla de suerte y pericia, que nadie puede negarle a Soros. Pero la prueba de que la suerte fue decisiva es que, al año siguiente, y con razonamientos macroeconómicos parecidos a los que le proporcionaron ganancias de 1.000 millones de dólares especulando contra la libra, le hicieron perder 600 millones especulando contra el yen en febrero de 1994.

El “factor buena suerte” de Soros con la libra se puede llamar de esa otra manera apuntada más arriba: la pérdida de fe en la dirigencia británica, algo que ya se había producido en 1967 cuando tuvo que devaluar la libra un 14%, y en 1975, cuando tuvo que recurrir al FMI para obtener un préstamo de 2.000 millones de dólares con que defender su moneda.

Estos acontecimientos ponen de relieve lo poco que pueden hacer los gobiernos a la hora de dirigir los acontecimientos: siempre hay factores que escapan a su control y también a la jaula de las teorías económicas vigentes. En la Europa continental, cuya desmadejada dirigencia lleva años luchando contra los molinos del cambio climático, también estamos teniendo prueba de ello en estos días. Lo ha descrito con desparpajo Darren Woods, consejero delegado de Exxon: “En Europa, desde 2018, la capacidad de producción y refino de gas y petróleo no hace más que descender, la política fiscal es contraproducente y debilita la seguridad energética de la región”. Es una parte interesada, claro, pero señala una realidad que ahora tiene todo el mundo delante de los ojos.

Hace justo una semana el precio del gas natural se tornó, por breves momentos, negativo: el MWh llegó a costar -15 euros. Se reproducía así la situación vivida por el petróleo en EEUU en abril de 2020 cuando, en mitad de una bajada de precios provocada en parte por decisiones de Arabia Saudí tomadas el 8M y, en parte, por la paralización de la actividad económica a causa de la pandemia, el futuro del precio de la variedad West Texas Intermediate bajó a -40 dólares por barril.

Se suele decir coloristamente que, en situaciones como esa, te pagan por llevarte uno o más barriles de petróleo a casa.

Pues bien, lo que parecía un fenómeno europeo se produjo también la semana pasada en el mercado norteamericano del gas natural, donde el precio llegó a caer a -2,5 dólares por millón de unidades térmicas británicas.

La explicación no puede ser más sencilla: en el caso europeo, el exceso de oferta de gas está motivado por el buen tiempo; porque las reservas de los países europeos están ocupando casi el 100% de la capacidad de almacenamiento y porque las plantas regasificadoras están también trabajando al 100%.  

En EEUU, el exceso de oferta de gas se ha producido, además de, también, por el buen tiempo, porque los gasoductos no dan ya más de sí y no pueden absorber toda la producción de gas natural para distribuirla a lugares distintos del de su origen.

Desde agosto, el precio del gas natural en el mercado europeo ha caído casi un 70%. Entre octubre y diciembre de 2008, esa caída había sido del 40%.

Seguimos, pues, como desde enero pasado, con un comportamiento del precio de los activos muy parecido al que tuvieron en el año de la eclosión de la Gran Crisis Financiera, algo que deja un poco en ridículo los esfuerzos de los gobiernos europeos por ponerle un tope al precio del gas, aunque hay que reconocerles a todos ellos y, por supuesto, al español, que ese ridículo esté derivado del gran acierto de acumular a todo correr reservas de gas para el invierno que, como efecto secundario, a su vez hizo subir más los precios, al concentrarse las compras de todos en muy poco tiempo.

¡Hay que ver! Un acierto puede llevar al ridículo mientras que un error, incluso dos errores, a veces pueden conducir al éxito. Quien tenga dudas, que piense en el ejemplo más conocido, el de Cristóbal Colón, quien, gracias a dos errores simultáneos, coronó con éxito su aventura.

Mejor que dedicar tantas horas a debates estériles, sería poner cortocircuitos que impidan las subidas o bajadas excesivas de precio en el gas natural en el mismo día, y dejar que el resto siga su curso. Con ello no se habrían visto precios de 350 euros por MWh. Ni de -15 euros, tampoco.

Pero es inútil insistir. Los gobiernos tienen razones que la razón no conoce. Prefieren aparentar que dirigen la función, aunque sea la función la que les está dirigiendo a ellos.

Mientras, Repsol dixit, la escasez de diésel avanza…