
El presidente, Pedro Sánchez y la vicepresidenta primera y ministra de Hacienda, María Jesús Montero, este miércoles en el Congreso. Europa Press
El lapsus de un Sánchez noqueado le lleva a admitir que su tolerancia con la corrupción "es absoluta"
Hemos podido empezar a escribir la crónica a las 9:25. Exactamente a esa hora. Porque Sánchez, entonces, le ha cogido un caramelo a María Jesús Montero y se lo ha comido. Sánchez, por fin, había comido.
Ha concluido con su ayuno intermitente y nos ha invadido la tranquilidad. Hemos guardado el bocata de chorizo pamplonica que le íbamos a ofrecer y nos hemos puesto con la redacción apresurada del acta.
La caja de los caramelos, por cierto, era negra.
Hablemos de la caja negra.
Este relato del día en que el capitán Sánchez cayó noqueado conviene empezarlo por sus últimas palabras: "Y no puedo continuar con la intervención porque el tiempo se ha acabado". El tiempo acabado, finito, como metáfora. Igual que la caja negra de María Jesús. Igual que esa carpeta de papel blanco que hoy, por razones que desconocemos, ha sustituido a la cartera de cuero marrón de la presidencia.
Es la primera vez que vemos a Sánchez –siempre metódico y puntilloso– quedarse sin tiempo. Estar hablando y que el crono te silencie. En estas sesiones de control, cuando el reloj de arena se vacía, el micro se apaga. Al padre Feijóo, mucho más despistado, siempre le pasa. Hoy le ha vuelto a pasar. Pero a Sánchez jamás. Le ha pasado y eso sólo puede explicarse con el relato de los acontecimientos que ahora vamos a consignar.
Ha llegado Sánchez, se ha sentado en el escaño y se han abalanzado sobre él los fotógrafos, que disparaban como disparaban hacia arriba los alemanes en Normandía. Sánchez ha entrelazado las manos y ha sonreído como nunca para expresar lo de siempre: el fingimiento.
Normalmente, cuando llega, está Patxi esperándole de pie, con una mano en jarra, como en la sidrería. Pero hoy Patxi estaba sentado con cara de nocturno de Chopin. Ningún ministro quería exhibir el rostro del que se suicida colectivamente callando ante la trama. O mejor dicho: ninguno quería exhibirlo de más. A las 8:59, la bancada azul estaba vacía.
El padre Feijóo le ha pedido penitencia a Sánchez nada más empezar con las mil y una noches de sus mosqueteros. Que cómo es posible que no supiera, que sabía seguro, que es el lobo que lidera la manada de corruptos y que no convoca elecciones porque sabe que las pierde.
Eso lo dijo Sánchez el otro día, y no Feijóo, en una moral de victoria inédita en un presidente: que si convoca elecciones, gobiernan la derecha y la extrema derecha. Debe de manejar unas encuestas distintas a las de Tezanos, nuestro emperador Palpatine.
Sánchez ha intentado salir adelante amarrado al madero de Cuéntame, a la corrupción del PP cuando algunos periodistas todavía llevábamos pantalones cortos en invierno. Pero hoy, como decimos, las cosas sucedían de otra manera. Era un día raro. No atinaba, patinaba, no acertaba pese a haber recuperado la chuleta: llevaba varias sesiones contestando a Feijóo sin guion.
A nosotros también nos ha costado concentrarnos, no se crean. Mientras sucedía la cosa, nos enseñaban en la pantalla que Anaís, la mujer que quiso sacar de casa de Ábalos, durante el registro, una memoria escondida en el pantalón... no es modelo. O no sólo. Es actriz porno.
A Letizia Hilton no le cupo la memoria externa en el pantalón y a Sánchez no le cabían las no-explicaciones en los tres minutos de intervención. A Letizia la pixelamos porque venimos del franquismo; aunque a quien habría que pixelar es a Sánchez, al que se le ve mucho más.
Se ha trastabillado el presidente cuando no había hablado ni un minuto: "En mi organización, la tolerancia con la corrupción es absoluta". Del mismo modo que, si Sánchez promete algo, sabemos que nunca sucederá; cabría concluir que, cuando dice algo sin querer, está diciendo la verdad.
Ahora vamos a detenernos en un instante de demolición colectiva. De desmoronamiento institucional. Cada día que pasa, el silencio de los ministros es más comprometedor. Robles y Marlaska –los dos jueces– se han buscado excusa para no venir hoy y evitar que este baldón cuelgue de su currículum para siempre.
Pero ahí va el misterio freudiano de la cuestión: ¿cómo es posible que gente como Bolaños, Albares o Luis Planas hayan roto a aplaudir a Sánchez esta mañana? El problema de esos aplausos no es que suenen hoy, sino que seguirán sonando para siempre. Cada vez que alguien quiera chequear quién sostuvo a Sánchez a estas alturas, cuando todo de sabía, aparecerán ellos aplaudiendo.
Lo mismo pasa con los socios. Rufián ha creído que dando una de cal y otra de arena consigue desmarcar a ERC de la corrupción, pero en su caso lo que importa son los votos. ¿Una Hacienda catalana merece pagar el peaje de la corrupción?
Sánchez, nervioso después de su resbalón, ha metido una serie de indicios en la coctelera para intentar comparar su trama con el PP: que si el novio de Ayuso, que si unos interventores cesados por Juanma Moreno después de que denunciaran corrupción, que si el consejero de Galicia dimitido tras ser denunciado por agresión sexual...
Las bancadas del PP y Vox han reaccionado como la bombonera de Boca. A golpes contra el escaño, gritando "¡dimisión, dimisión!". Era la coalición confeccionada por adelantado. Golpeaba el escaño hasta Cayetana. El padre Feijóo no ha querido participar y su mano derecha, Tellado, ha pedido a todos los diputados de su partido que cesaran en el gesto del orangután.
El gesto, desmedido, parlamentariamente nefasto, era políticamente eficaz. La imagen de un Sánchez dando vueltas en el centro de la lavadora.
Abascal le ha dicho: "Los españoles pagan sus impuestos mientras otros se gastan el dinero público en putas. Es usted un corrupto y un traidor". Se ha levantado, lo ha señalado con el dedo al pasar junto a él camino de la puerta, y se ha ido.
Sánchez ya debe de estar experimentando eso que los especialistas llaman la "desrrealización". Ha hablado de sí mismo como si fuera otro; ha dicho "mi persona". "Que los ciudadanos recuperen la confianza en mi persona".
Santos, Koldo y Ábalos han sido hoy, en sus alocuciones, "tres militantes". Y el presidente, el que les aupó, ha sido "su persona", "mi persona", vete a saber quién. Otro. Esto es un lío, capitán. ¿Cuándo hay que tirarse del barco?