Euforia y decepción, separadas por unos segundos, el día de la proclamación y suspensión inmediata de la independencia.

Euforia y decepción, separadas por unos segundos, el día de la proclamación y suspensión inmediata de la independencia. I. Alvadaro (Reuters)

Política DESAFÍO INDEPENDENTISTA

De cosmopolitas a xenófobos. ¿Ha roto el 'procés' el arquetipo del catalán?

Demagogo, antidemocrático e insolidario. Así han descrito en medios internacionales el nacionalismo catalán. Es el fin del mito que el catalanismo político forjó acerca de sí mismo durante décadas.

11 noviembre, 2017 01:59

El 2 de mayo de 1999, el diario londinense The Guardian anunció que Barcelona había sido escogida como modelo para la regeneración de diez ciudades británicas. Cinco años después de la celebración de los Juegos Olímpicos, la renovación del puerto y de algunos barrios costeros de la capital catalana todavía era vista con admiración en Reino Unido. Las autoridades de Nottingham debatieron incluso la construcción de una avenida peatonal en el centro de la ciudad a la que dieron el nombre provisional de las Ramblas de Nottingham. El titular del artículo de The Guardian no deja lugar a dudas acerca de la admiración de los urbanistas británicos por Barcelona: "La modernidad catalana marca la pauta en Gran Bretaña".

En realidad, los Juegos Olímpicos de 1992 fueron una empresa mayoritariamente española. El Gobierno central aportó un 37% de la financiación pública. El Ayuntamiento, entonces gobernado por el partido socialista, un 16%. Y la Generalidad, que nunca demostró demasiado entusiasmo por los Juegos, un 18%. El COOB aportó un 5%. Y Telefónica, por aquel entonces una empresa estatal, un 15%. La muy publicitada inversión privada supuso sólo un 33% del presupuesto total. De ese 33%, el 30% corrió a cargo de inversores internacionales. Pero la fama y las rentas se las llevaron Cataluña, el Gobierno catalán y su sociedad civil. El mencionado artículo de The Guardian es prueba de ello.

El mito de la "superioridad" catalana

Hace sólo unos días, Beatriz Talegón, que llegó a sonar en 2013 como futura secretaria general del PSOE, afirmó en Twitter que la cultura democrática de los catalanes es muy superior a la de los españoles. Es un tópico sin mayor base documental que la producida por los propios nacionalistas catalanes y que se remonta a 1886, cuando el político y abogado Valentí Almirall publicó el libro Lo catalanisme, en el que defendía el supuesto particularismo regional. Ese particularismo esbozado por Almirall evolucionó con el paso de los años, Santiago Rusiñol y su novela El auca del señor Esteve mediante, hasta culminar durante los años 20 y 30 del siglo pasado en el arquetipo del catalán trabajador, puntual, ordenado, tacaño, sentimental y sensato (el seny) aunque con arrebatos temporales de locura (la rauxa).

Alguno de esos tópicos tienen una cierta base folclórica, mientras que otros son sólo el producto de las idealizaciones fabricadas por los ideólogos y propagandistas del catalanismo político. El mito del catalán tacaño se remonta por ejemplo hasta Dante Alighieri, que en la Divina Comedia escribió “si mi hermano pudiera prever esto, evitaría la pobreza avara de los catalanes, para no recibir ningún daño” (en la Italia medieval, el control aragonés sobre Cerdeña, Córcega, Sicilia y Nápoles era visto con temor y la cara más visible de ese control eran los soldados y comerciantes catalanes). Posteriormente, ese tópico, compartido con otros pueblos comerciantes y prestamistas como el judío, llegó a España y se popularizó a partir del siglo XVIII.

¿Cataluña antifranquista? Poco

Las fábulas producidas por el catalanismo político durante el siglo XX han sido aceptadas mansamente por una parte de la sociedad española por una mezcla de complejo de inferioridad y cálculo político. Pero frente al mito de la Cataluña represaliada por el franquismo sólo hace falta bucear en los datos. Las Asociaciones de Recuperación de la Memoria Histórica hablaban en 2008 de 2.531 víctimas del franquismo en toda Cataluña por las 3.424 de Madrid, las 7.603 de Badajoz o las 11.910 de Córdoba. Hasta Galicia contabiliza más víctimas que Cataluña: 4.396. Y eso sin mencionar que mientras Barcelona se rindió a las tropas franquistas entre vítores de la población y sin pegar un solo tiro, Madrid resistió durante tres años y al coste de un alto precio en vidas.

El mito del talante democrático catalán enfrentado al supuesto caciquismo católico castellano no tiene en definitiva mayor base que el voluntarismo de los propios nacionalistas y de aquellos que han decidido creerles. ¿O no fueron apellidos catalanes los que con más beligerancia se opusieron al fin de la esclavitud en la Cuba colonial?

La tradición golpista de ERC

La base social del segundo gran partido catalanista, ese PDeCAT heredero de la CiU de Jordi Pujol, es por su lado la misma burguesía industrial que en 1923 apoyó el golpe de Primo de Rivera y que durante el franquismo negoció sin complejos con el régimen hasta convertir su región, con muchas cabezas de ventaja sobre el resto, en la más beneficiada económicamente por la dictadura. Basta con decir que los alcaldes franquistas que durante los primeros años de democracia ingresaron en las filas de CiU doblan, según un viejo estudio del profesor de Derecho Joan Marcet, a los que se unieron al resto de partidos democráticos en 1979. Dicho de otra manera: 48 de los 75 alcaldes franquistas que se mantuvieron en el poder tras la aprobación de la Constitución del 78 lo hicieron al amparo de CiU.

Uno de los principales propagandistas del mito catalán ha sido ERC, un partido de tradición golpista que cuenta en su haber con dos golpes de Estado, ambos ejecutados en democracia (uno en 1934 y otro en 2017); ocho mil asesinados, también en democracia, a cargo de Lluís Companys; y su entusiasta contribución a la quiebra de la convivencia que condujo a la Guerra Civil en 1936. Es la misma ERC cuyos líderes imploran que el Gobierno viole la separación de poderes para liberar a sus compañeros en prisión preventiva por la decisión de un juez. O que no dudaron en suplicarle a la banda terrorista ETA que distinguiera entre catalanes y españoles a la hora de asesinar. O que se fotografiaron con Otegi y le calificaron de demócrata ejemplar.

El odio al turista

Cabalgando sobre la ola de esos tres mitos (su supuesta superioridad política y moral, sus particularidades culturales y una resistencia antifranquista que nunca se produjo en los términos que se describen) el nacionalismo catalán llegó al siglo XXI autoatribuyéndose la etiqueta de víctima eterna de la España negra. El innegable atractivo turístico de Barcelona y las millonarias inversiones del Gobierno de la Generalidad en propaganda han permitido barnizar esas tres mentiras con una fina capa de modernidad y de glamour entre un público extranjero seducido por un cuarto mito romántico: el de la España eterna, beata, franquista y retrógrada. Un mito alimentado por esa izquierda populista que desprecia a Amancio Ortega, Rafael Nadal o Javier Marías mientras describe un país inexistente de beatas, fachas y camareros.

Todos esos mitos se han tambaleado durante los dos últimos dos años. El del catalán cosmopolita y acogedor ha quedado sepultado gracias a la campaña de acoso contra el turismo llevada a cabo por el Ayuntamiento de Ada Colau con el apoyo de la CUP y ERC. Las pintadas que llaman al asesinato de los turistas, los ataques contra autobuses turísticos, las pancartas xenófobas que cuelgan de muchos balcones barceloneses o el hecho de que los vecinos señalen el turismo como su principal preocupación han fulminado el atractivo turístico de la ciudad y de Cataluña por extensión.

¿Ricos con motivos para el victimismo?

Resulta difícil saber si la disminución en porcentajes cercanos al 30% e incluso al 40% de las reservas turísticas y del número de viajeros internacionales del aeropuerto del Prat, así como los descensos de un 50% en las ventas de los comercios del centro de la ciudad, se deben más a la turismofobia o al procés. Es probable, siendo realistas, que la lluvia (el procés) haya caído sobre mojado (el rechazo del turismo). Varios diarios internacionales se han hecho eco de esa turismofobia durante los últimos meses y ya es habitual ver a Barcelona encabezar las listas de las ciudades más antipáticas del planeta para los visitantes.

Tampoco ha hecho mucho por la imagen de Cataluña en el exterior el hecho de que los únicos apoyos al proceso independentista hayan llegado de personajes como Julian Assange, Yoko Ono, Arnaldo Otegi, Nicolás Maduro, Pamela Anderson o de la ultraderecha xenófoba belga. O que el presidente de esa hipotética y fantasmal república independiente catalana haya huido en secreto a otro país y abandonado a la mitad de su Gobierno atrás para evitar la Justicia española con el apoyo de un abogado de terroristas. O la evidencia de que la cuarta comunidad más rica de la quinta economía europea y decimoquinta mundial tiene muy pocos motivos para la queja y aún menos para el victimismo. O la de que compararte con los judíos exterminados durante el Holocausto o apelar a la falta de garantías democráticas de un país que aparece en los puestos más altos de todos los índices de salud democrática internacionales no contribuye a que el prójimo empatice con tu causa.

Una ideología incompatible con la modernidad

Por no hablar de los 200 alcaldes de la Cataluña profunda que antes de ayer recorrieron Bruselas vara en mano, de la imagen de la Cataluña rural invadiendo Barcelona a lomos de tractores, de los cortes violentos de carreteras y de vías ferroviarias de la huelga de esta semana o de la inacción de una policía autonómica a las órdenes del régimen nacionalista y en la que muy pocos catalanes no independentistas confían ya.

¿Estamos asistiendo al fin del mito del catalán trabajador, sensato y cosmopolita? ¿Está siendo sustituido ese mito por el arquetipo del catalán privilegiado, quejica, insolidario y cobarde? No resulta ya difícil encontrar artículos en la prensa internacional que inciden en el segundo, frecuentemente haciendo uso de un sarcasmo burlón, en detrimento del primero. Probablemente sea apresurado atribuir los defectos de la casta política nacionalista a todos los ciudadanos catalanes. Pero los acontecimientos de los dos últimos años parecen dar la razón a aquellos que creen que la incompatibilidad del catalanismo político y de sus fanatizados seguidores con la modernidad, la libertad y los estándares democráticos europeos empieza a ser indisimulable.