En la Plaza Juan de Malasaña, a la salida del Metro Villa de Vallecas, huele a churros y a café recién hecho. Apetece algo calentito. Son las 7:15 de la mañana, la marquesina del autobús ofrece unos otoñales 16 grados y por la calle apenas si pasean los obligados a hacerlo. No hay saludos ni sonrisas. Las mascarillas adornan rostros aparentemente serios. Ni siquiera Los Manchegos, en su bar, bromean. Sirven maquinalmente con pocas palabras, desean un buen día y agradecen el pago. No son horas. Los pocos que desayunan, lo hacen rápido. El barrio, ‘confinado’ desde este lunes, no está cómo para llenar las calles: registra una de las incidencias acumuladas por contagios de coronavirus más altas de la capital (más de 1.000 por cada 100.000 habitantes). Pero, en fin, hay que levantarse. Con legañas en los ojos, unos y otros terminan las tostadas, echan un trago y buscan la boca del Metro camino del trabajo. Ahí, al menos, no se pasa frío.

Teresa, todavía en la calle, a la entrada de Villa de Vallecas, asume lo inevitable: “Si nos tienen que confinar por nuestro bien, que lo hagan. No me parece mal. Todo sea por acabar con el virus. Pero vamos a seguir estando fuera; hay que ir a trabajar”, explica a EL ESPAÑOL. No le queda otra: es empleada del hogar y necesita salir de casa para poder limpiar. Es decir, está obligada a moverse mientras la situación se lo permita.

Pero no es la única. Sus vecinos, en hora punta, bajan al Metro con los ojos entreabiertos. Guardan, en la medida de lo posible, la distancia. No hablan, no intercambian pareceres, no se quejan. Ni siquiera comentan el empate del Real Madrid contra la Real Sociedad (0-0). Se alinean en las escaleras, llegan al andén y miran la frecuencia. Este lunes, reforzada: la Comunidad de Madrid ha acrecentado la capacidad en 44 estaciones con trenes que hacen recorridos en bucle. “Harán trayectos más cortos para que haya más afluencia en algunos tramos del servicio”, han anunciado desde el consistorio.

Teresa está de acuerdo con las medidas, pero tiene que salir a trabajar. Beatriz Donlo EL ESPAÑOL

Quizás, por eso, entre las estaciones de Villa de Vallecas y Sol, en la línea uno, este lunes, en hora punta, la espera no ha sobrepasado, en ninguna parada, los tres minutos. Algo que, hace siete meses, antes de que se decretara el estado de alarma, era impensable. Entonces, el tiempo medio se acercaba más a los cinco minutos. A esto hay que sumar la existencia de vigilantes de seguridad en las zonas más afectadas por el coronavirus. Todos ellos, responsables de garantizar que se cumplen las medidas de distancia.

Pero, eso sí, no hay controles para saber quién sale y quién entra ni por qué motivos lo hace. En EL ESPAÑOL, de hecho, llegamos a Vallecas desde dos ubicaciones en Metro (Legazpi y Bilbao). Ninguno de los dos periodistas -ni el que escribe estas líneas ni la cámara- tiene que enseñar credencial alguna. Podemos acceder sin ningún problema, como si fuéramos vecinos de Vallecas o trabajásemos allí.  

Recorrido hacia Sol

En Villa de Vallecas, en el andén, a las 7:45 horas, el goteo de pasajeros es constante, pero no alarmante. Se puede mantener la distancia de seguridad y todos, absolutamente todos, llevan mascarillas. Y, si no, los vigilantes -seis en muchas de estas paradas- se encargan de recordarlo. 

— ¿Dónde va? — pregunta este periodista a diferentes pasajeros. 

— A Portazgo, a Avenida América, a Sol…

La variedad de destinos es tan grande como el propio suburbano. Rosi, por ejemplo, va hasta Pacífico. Es empleada del hogar. “Tengo que trabajar, no me queda otra. Nos confinan, pero yo me tengo que mover”, reconoce, antes de subirse al Metro. Como Cosmín, que tiene que estudiar. “Hemos comenzado las clases y voy. Qué voy a hacer. Pero entiendo las restricciones. Si es por nuestro bien”, explica. Pero, claro, parece inevitable que el coronavirus, plenamente asentado en estos barrios (37 áreas sanitarias que sobrepasan los 1.000 contagios por cada 100.000 habitantes) se extiendan al resto de la capital (el 87% de los madrileños). 

Metro de Madrid. Beatriz Donlo EL ESPAÑOL

Ambos, Cosmín y Rosi, se suben al vagón, buscan sitio y encuentran. En Villa de Vallecas todavía hay asientos vacíos. “En estas primeras paradas no se sube mucha gente. Se empieza a llenar siempre a partir de Alto Arenal”, cuenta una pasajera. Y, en efecto, así es. El hueco se va reduciendo progresivamente conforme el tren se acerca a Puente de Vallecas. No agobia –al menos, para los acostumbrados a viajar en Metro asiduamente–, pero sí que permite menor libertad de movimientos y, sobre todo, reduce la distancia de seguridad.

Donde no hay separación, sin duda, es entre asientos: las filas de cuatro van repletas de pasajeros –ni rastro del ya tradicional cartel que se usa en teatros u hospitales y que reza “nos separamos para estar juntos”–. En las puertas, la acumulación de gente, cuando llegan los trenes, es inevitable; y el resto de pasajeros, de pie, no pueden guardar la distancia de seguridad –en ningún caso hay metro y medio–.

— ¿Cree que las medidas de seguridad van a servir para algo? —pregunta este periodista a Raquel, una pasajera afincada en Miguel Hernández.

— Yo creo que no. Mira, por ejemplo, yo trabajo en un supermercado en Valdeacederas –es decir, se hace prácticamente toda la línea 1 de Metro–, y voy en transporte público todos los días. Todos tenemos que salir de nuestros barrios para trabajar. Mis cuñados, por ejemplo, también lo hacen. Al final, nos movemos —explica, pasado Puente de Vallecas.

Raquel no cree que las medidas vayan a servir para algo. Beatriz Donlo EL ESPAÑOL

Las palabras, entre unos y otros, no cambian. Todos viven en el sur, en barrios obreros; y todos están ‘confinados’. No pueden salir de sus áreas sanitarias salvo que tengan una causa justificada y así lo harán los que puedan. “Pero los que tenemos que trabajar...”, espetan. Esos no tienen alternativa. Salen de sus casas temprano, cogen el metro y vuelven. Tienen salvoconducto para moverse libremente —siempre que sea camino de su puesto de trabajo– y así lo seguirán haciendo. Con miedo, sí, pero también por necesidad.

Pacífico-Sol

Pasado Pacífico, el panorama es totalmente distinto. Los vallecanos cambian de línea, buscan la circular para llegar a sus puestos de trabajo. De Atocha a Sol el vagón circula prácticamente vacío. Hay pasajeros, sí, pero muy pocos en comparación con lo que hace siete meses recorrían el mismo trayecto. ¿Quiere decir esto que no hay acumulaciones? Seguramente las haya. Las frecuencias no son las mismas en todas las paradas, ni los andenes tan anchos como, por ejemplo, en todas las vías que discurren por Vallecas. Pero las medidas, este lunes, al menos, se han cumplido.

Hasta Sol sólo llegan unos pocos. Sin duda, el epicentro de la capital, por donde cada día pasaban millones de madrileños, es una sombra de lo que fue hace siete meses. No hay turistas, no hay madrileños… No queda nadie. Apenas unos pocos, los que se acercan a comprar algo a El Corte Inglés, o a dar una vuelta. Los pasajeros del sur ya han abandonado el vagón. Terminamos nuestro viaje. Creíamos encontrarnos una marabunta de gente. No ha sido así. No obstante, el que ha querido ha podido salir de su barrio y el que quiera puede acceder también a ellos sin pasar ningún control. 

El Metro, lleno en algunos tramos de la línea 1 entre Villa de Vallecas y Sol. Beatriz Donlo EL ESPAÑOL

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