El lehendakari, Íñigo Urkullu, junto  los retratos de los socialistas asesinados por ETA Fernando Buesa y Enrique Casas.

El lehendakari, Íñigo Urkullu, junto los retratos de los socialistas asesinados por ETA Fernando Buesa y Enrique Casas. Efe

TRIBUNA

En memoria de Fernando Buesa

La autora evoca, en el 20 aniversario del asesinato del líder socialista alavés y de su escolta, Jorge Díez, cómo la sociedad vasca se dividió en bloques y el riesgo de que hoy se reescriba la historia si no lo rememoramos.

22 febrero, 2020 08:28

El 22 de febrero del 2000, a las 16.38 horas de la tarde, ETA hizo explotar un coche bomba que asesinó a Fernando Buesa Blanco y a su escolta, el ertzaina Jorge Díez, en el campus de la Universidad del País Vasco en Vitoria, cerca de su domicilio. Veinte años han pasado de aquel hecho luctuoso, dos décadas en las que la sociedad vasca ha vivido importantes transformaciones –quizá la más importante sea que ETA ha dejado de matar–. Una fecha redonda para recordar a Fernando Buesa, recordar por qué lo asesinaron, y reflexionar sobre el camino recorrido hasta aquí.

Fernando Buesa Blanco (1948-2000) era un hombre prominente del Partido Socialista alavés, donde militaba desde 1978. Entre 1987 y 1991 fue diputado general de Álava. Antes había sido concejal del Ayuntamiento de Vitoria. Más tarde, entre 1991 y 1995 fue consejero de Educación, Universidades e Investigación del Gobierno vasco de coalición presidido por José María Ardanza, y vicelehendakari de ese mismo gobierno. Además, a nivel orgánico era secretario general del PSE-EE alavés y secretario de organización del PSE-EE. Es decir, Buesa era una pieza central en el socialismo vasco, un líder nato que sabía atraer no solamente a la militancia sino también a la ciudadanía, una persona que hizo de la escucha y del saber explicar sus políticas su seña de identidad. Razones todas ellas que le llevaron a ETA a ponerlo en su punto de mira.

Hay que recordar que eran los años de la socialización del sufrimiento, cuando la amenaza ahogaba a un sinnúmero de personas en Euskadi. También eran los tiempos del Pacto de Lizarra, firmado en 1998 por los partidos nacionalistas vascos con el objetivo de poner en marcha la agenda soberanista y aislar políticamente a los partidos no nacionalistas. Además, no hay que olvidar que en el año 2000 el gobierno del lehendakari jeltzale Juan José Ibarretxe se encontraba en coalición con EA y contaba con el apoyo de Euskal Herritarrok, la marca electoral con la que se presentaba la autodenominada izquierda abertzale.

El 22 de febrero de 2000, tras estallar el coche bomba que mató a Buesa y Díez, el silencio se extendió por Vitoria. Al duelo individual de familia y allegados, se le unió un duelo colectivo. No sólo se había asesinado a una persona, también se había cercenado, una vez más, la libertad en Euskadi. Y las manifestaciones de condena por aquel asesinato no ayudaron a unir a la sociedad vasca sino más bien, a fracturarla aún más. El asesinato de Buesa provocó una creciente indignación contra la estrategia jeltzale de crear un bloque soberanista, y las manifestaciones públicas de rechazo al lehendakari no se hicieron esperar. En el velatorio en el Parlamento Vasco, la tensión era evidente entre dos mundos políticos. Tensión que aumentó cuando se celebró el funeral, donde Ibarretxe fue abucheado y hubo de salir por un lateral de la catedral de Vitoria.

El punto álgido de esta tensión social se produjo el 26 de febrero, día en que se había convocado la manifestación de condena al asesinato. La marcha tuvo dos cabeceras, una de apoyo al lehendakari bajo el lema “ETA no, Ibarretxe sí”, y otra con la familia de Buesa, sus compañeros de partido y ciudadanos en general, que marchaban mostrando su condena al atentado. La hemeroteca nos ha dejado infaustas imágenes, como el momento en que personas de una y otra manifestación se gritaron, se insultaron, se increparon. Quizás sea ilustrativo la imagen del socialista Javier Rojo, que al llegar al punto final de la manifestación cogió el micrófono y gritó, visiblemente enojado, “¿Dónde estás lehendakari?”.

Veinte años han pasado desde aquellos días. La sociedad vasca ha vivido un auténtico tobogán emocional desde la violencia de persecución, el fin de ETA en 2011, y la digestión colectiva de todo aquello. Desde 2011 ETA ya no mata, es cierto, pero su ideario de alguna manera todavía planea en muchos ámbitos en Euskadi. Los homenajes a etarras que salen de la cárcel (conocidos como Ongi etorris, “bienvenidos” en euskera), o el intento por parte de algunos sectores de blanqueamiento del pasado etarra, son todavía algunos de los frentes que se mantienen abiertos.

Por todo ello, creo que se debe avanzar en la consolidación de valores democráticos y de convivencia, y creo que, precisamente uno de los lugares desde el cual hacerlo es desde el conocimiento histórico de qué fue la violencia terrorista de ETA y qué supuso para la sociedad vasca. Y para avanzar en ese conocimiento, hay que partir del rigor histórico, del buen hacer profesional, rechazando las teorías del conflicto o de los “dos bandos”, que de algún modo justifican la violencia. Asimismo, hay que reforzar la pedagogía sobre qué es el discurso del odio y a qué nos puede llevar. De lo contrario las nuevas generaciones no estarán vacunadas contra el virus de la radicalidad. Y, sobre todo, hay que luchar contra el olvido de aquellos hechos. Hoy día la Fundación Fernando Buesa gestiona el legado político de Buesa. Su lema, “el valor de la palabra”, resume bien su pensamiento y su legado, veinte años después de su asesinato.

*** Sara Hidalgo García de Orellán es historiadora

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