La gripe tiene un talento extraño: siempre vuelve, pero nunca igual.
Regresa cada año, casi por compromiso, como ese visitante que conocemos demasiado bien y al que, sin embargo, jamás terminamos de descifrar. Esta semana, cuando los informes epidemiológicos confirmaron un repunte inesperado de gripe A en pleno otoño, tuve la sensación de estar viendo a un viejo fantasma adelantar su cita.
No tocó la puerta: irrumpió en ella.
Los datos muestran un ascenso claro, rápido y anticipado. Las urgencias se llenan antes de tiempo, los pediatras ajustan agendas y Atención Primaria vuelve a ese ritmo que conoció demasiado hace unos inviernos.
Nada dramático, pero sí significativo. Y las preguntas que muchos se hacen —en los pasillos del hospital, en las salas de espera, en los colegios— son las mismas: ¿por qué ahora?, ¿por qué así?
La ciencia no funciona a golpe de intuición, pero a veces ayuda a encender la pregunta adecuada. Lo que hoy vemos es el resultado de años anómalos. Durante la pandemia, mascarillas, distancia social y menor movilidad redujeron de forma drástica la circulación de virus respiratorios. He de decirte que la gripe casi desapareció del mapa.
Ahora que hemos vuelto a tocarlo todo, a abrazarlo todo, a respirar cerca de todos, los virus han recuperado su espacio… con intereses acumulados.
Algunos epidemiólogos lo llaman deuda inmunitaria: al habernos expuesto menos, nuestra memoria inmunitaria colectiva está más débil frente a la gripe que en otros inviernos.
No significa que el virus sea más agresivo en general, sino que estamos menos entrenados. Cada cuerpo es una biblioteca; la gripe borra páginas y nosotros las reescribimos al reencontrarla. En estos años, la biblioteca estuvo cerrada.
Pero hay más. Esta temporada conviven varios virus respiratorios: gripe A, SARS-CoV-2, rinovirus, virus respiratorio sincitial. Todos bailan en un mismo salón, compartiendo huéspedes y tiempo.
Los clínicos lo saben bien: cuando los virus coinciden, la lógica se complica. Las coinfecciones se vuelven más probables y los síntomas se mezclan. Lo que parecía gripe puede no serlo. Lo que parecía Covid puede esconder otra cosa. La medicina vuelve al modo detective.
Esta coexistencia también afecta a los hospitales. No es lo mismo tratar un virus que cuatro. No es igual gestionar un flujo de urgencias cuando cada paciente requiere pruebas distintas. La presión no llega de golpe, como en la pandemia, pero se siente cual marea que sube sin hacer mucho ruido.
La gripe, además, tiene su propio truco evolutivo.
El virus cambia cada año mediante mutaciones y recombinaciones. No lo hace por maldad, sino por supervivencia. Digamos que nuestra inmunidad lo obliga a reinventarse, y él responde.
Para anticiparnos, la OMS reúne datos globales, analiza qué cepas circulan en el hemisferio sur y decide la composición de la vacuna que recibiremos aquí. Un ejercicio de predicción científica admirable, mas no infalible.
Cuando aparece una cepa más activa o distinta de lo esperado, el equilibrio se altera. Eso es, en parte, lo que estamos viendo: un linaje de gripe A que se mueve con soltura en una población que no se ha expuesto tanto en años recientes.
Ahora bien, conviene huir del alarmismo. No estamos ante una emergencia. Diría que es un recordatorio. La gripe no es un catarro fuerte. Cada año provoca complicaciones en personas vulnerables, saturación de servicios y ausencias laborales que afectan a toda la estructura social.
La ciencia lo dice con claridad: la vacunación reduce hospitalizaciones, complicaciones y mortalidad. Pero la percepción pública sigue atrapada en el mito de "es sólo gripe".
Hay algo profundamente humano en este error. Nuestra memoria emocional prefiere olvidar lo que incomoda, y la gripe lo es. No asusta lo suficiente para que la tomemos en serio, ni se anuncia con la espectacularidad mediática del coronavirus.
Es una enfermedad vieja, demasiado conocida para mantener su prestigio biológico. Sin embargo, es una de las pocas que consigue doblarnos cada invierno.
El repunte de esta semana revela un problema mayor: nuestra relación con la prevención. No es que no confiemos en la ciencia; es que no hemos aprendido a convivir con ella. La prevención es un acto silencioso. No da titulares. No genera sensación de éxito. No produce la euforia del tratamiento.
Es decir, vacunarse, ventilar, quedarse en casa cuando se está enfermo y un incómodo etcétera implica renunciar a una parte del ritmo social. Y eso, en una cultura que idolatra la productividad, cuesta.
Pero el invierno no negocia. Llega cuando quiere. Y los virus tampoco mercadean. Circulan cuando pueden. La gripe no entiende de calendarios ni de agendas humanas. Su único calendario es su biología.
Las buenas noticias —porque las hay— vienen de la ciencia.
Mejores vacunas, más efectivas en mayores. Diagnósticos rápidos que permiten distinguir gripe de otras infecciones en minutos. Modelos predictivos que anticipan picos con más precisión. Estrategias de salud pública que combinan datos en tiempo real con campañas dirigidas a grupos vulnerables.
Nunca habíamos estado tan preparados, pero preparación no es garantía. Es potencial.
El resto nos toca a nosotros. Volver a poner la salud colectiva en el centro. Entender que la gripe no es un invitado más de esta estación, sino un recordatorio de nuestra fragilidad compartida. Asumir que cuidar de uno mismo es cuidar del otro. Aceptar que la ciencia es nuestra brújula y que perderla de vista nos expone a repetir errores.
Este año, la gripe llegó antes. No para asustarnos, más bien para recordarnos que seguimos habitando un mundo donde lo más pequeño puede desordenarlo todo. El invierno es un espejo. Y cada virus que vuelve nos muestra, con brutal claridad, cómo queremos vivir y cómo queremos protegernos.
La gripe no es una amenaza extraordinaria. Es una conversación pendiente. Esta semana, mientras los hospitales ajustan turnos y las familias reorganizan calendarios, la conversación vuelve a empezar.
Al final, el virus no es el enemigo. El enemigo es el olvido. Recordemos que la biología tiene más memoria que nosotros.
¿Qué recomiendo? La vacuna, por supuesto.
¿Algo más? Mascarillas en espacios concurridos, esa arma que conocimos en 2020 es probablemente la más potente.