Hay una idea absolutamente obsoleta y carente de información, cuando no de profundidad, que relaciona moda con frivolidad. Rompe ese tópico escuchar a Virginia Pozo, fundadora y CEO de la marca Coosy sobre el trabajo que está realizando con la Asociación para la Asociación para la Prevención, Reinserción y Atención a la Mujer Prostituida (APRAMP). Emociona. Y ayuda a entender cómo la moda es capaz de integrar entre sus objetivos el social. En este caso, combatir una lacra como la trata de mujeres con fines de explotación sexual.

En APRAMP saben que el trabajo no acaba con el rescate. Sin reinserción laboral, la ecuación falla. Por eso, cuentan con talleres de costura donde las forman. Y, de paso, logran que sus prendas, tan magníficas que hasta la reina Letizia las luce, sean comercializadas. 

El caso es que Coosy empezó cediendo tejidos, de los buenos, y en la actualidad enseña en esos talleres de la calle Ballesta de Madrid. Además, ayuda con los escaparates de la tienda situada en la misma calle e incluso les enseña a comercializarla.

Y por qué hablo de esta acción enmarcada en la violencia de género a cuyo combate se dedica el 25 de noviembre de cada año. Porque la trata y la explotación sexual se me antojan como una de las fórmulas más brutales de la violencia ejercida contra la mujer por el mero hecho de serlo.

38 mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas hasta mediados de noviembre no es baladí. Y aún hay personas que ponen en cuestión esta categoría de violencia. Aún hay quien niega sus causas estructurales. Aún se escuchan discursos, a veces incluso políticos que, no solo no contribuyen a la prevención, sino que alimentan la confusión de los términos y la desprotección de las víctimas, las mujeres. 

En esta época en la que se clama por los datos, estos arrojan una realidad irrefutable: las mujeres siguen muriendo asesinadas. No hay duda: las mujeres siguen siendo agredidas. Y hay hechos probados: muchos adolescentes están construyendo su relación con el deseo, con el sexo y con el consentimiento de las relaciones sexuales en un mundo distorsionado, el que ofrece la pornografía.

Negacionismo que mata

Duelen ciertas declaraciones recientes de algún responsable político tratando de invisibilizar la violencia de género o de situarla en determinadas cotas ideológicas. No solo hay que hablar en esos casos de discursos incorrectos en forma y fondo. Se trata de ruido social que genera un eco tóxico.

Negar la violencia de género, en cierta medida, equivale a legitimar agresiones y, lo que es peor, a los agresores, olvidando a la víctima, desprotegiéndola y boicoteando el avance de años de políticas públicas basadas en evidencias. No hay trampa ni cartón: La negación tiene consecuencias. Negativas. Siempre.

La educación como antídoto

La última serie Pubertad, de Leticia Dolera, ha irrumpido precisamente para recordarnos que la educación afectivo-sexual es una urgencia. Obliga a reflexionar. Es una especie de espejo incómodo para muchos adultos, padres y educadores. Pero es algo más: funciona como termómetro del desconcierto adolescente. 

La serie es una bocanada de aire fresco; necesaria, honesta y valiente. No hay espacio en ella para idealizar esta etapa de la vida. Refleja lo que hay: una cierta juventud hipersensible, desinformada, contradictoria, protagonista y víctima, parte de un ecosistema digital. Y con una delicadeza máxima dibuja una realidad inquietante donde la educación sexual, la auténtica, es sustituida por la del porno.

Puede parecer exagerada la reclamación de no más porno para menores, que tienen en el móvil un arma cargada de presente y futuro. Será o no exagerado, pero resulta obsceno seguir soportando que niños y niñas de 11, 12 o 13 años glorifiquen la violencia a través de vídeos que cosifican a la mujer. No es sano establecer una especie de norma no escrita que anula el deseo femenino o lo representa como sometimiento.

Vista de la manifestación con motivo del Día de la Mujer convocada por el Movimiento Feminista de Madrid.

Vista de la manifestación con motivo del Día de la Mujer convocada por el Movimiento Feminista de Madrid. Mariscal EFE

Esta nueva escuela sexual para millones de adolescentes imparte clases de desigualdad, dominación y deshumanización. Ignoran que están siendo sometidos a un moldeamiento de expectativas y comportamientos que a la corta o a la larga derivan en actitudes posesivas, relaciones tóxicas y, en algunos casos, en agresiones sexuales, sí, también entre menores.

Son los comportamientos que se reflejan en la violencia sexual individual o, peor aún, grupal a la que se ha asistido en los últimos tiempos. Violencia cometida por púberes que toman por normal lo que ven en vídeos irreales de comportamientos lesivos para las mujeres. Sin filtro, pero también sin ética ni límites y, desde luego, sin la responsabilidad de quienes están criando para la sociedad lo que no querrían para sus familias. 

Cultura y leyes transformadoras

Se requiere un cambio de escenario. En el nuevo, no es exagerado afirmar la necesidad del fortalecimiento de políticas públicas como urgente consenso, sin ideologización, simplemente con la responsabilidad que significa el cumplimiento del respeto a los derechos humanos. 

La cultura es una herramienta transformadora. Y series como Pubertad deberían ser exhibidas con obligatoriedad. Para las familias, porque contribuyen a la reflexión y a la conversación. Para los propios adolescentes, porque es un espejo donde reconocerse ellos mismos o sus iguales. Para aclarar que hay fórmulas que funcionan; desde luego, la educación, la prevención, el amor familiar y del grupo

Leticia Dolera lo borda; porque lejos de sermonear muestra una realidad. La del porno como sustituto de la educación sexual. La bien conocida fragilidad emocional en esta etapa del desarrollo en la que los estereotipos presionan y el grupo a veces tortura sin solución de continuidad.  

Educar, y educar mejor, desde la honestidad y la realidad ausente de miedo es el mejor antídoto contra la violencia de género. Eso significa ir mucho más allá de la propia y necesaria legislación. Y pasa por evitar a toda costa que la pornografía se cuele entre las rendijas formativas. Porque deforma la imagen de los demás y de cada uno de los afectados. Ellos no entienden de polarización ni de peleas políticas, incómodos, como están ante la transformación de sus cerebros y sus cuerpos.