Siempre le digo a mis doctorandos, colegas y estudiantes que, en ciencia, la pregunta es más importante que la respuesta. Puede parecer una exageración, pero todo descubrimiento nació de alguien que se detuvo a preguntar de otro modo.
Una buena pregunta no surge por azar ni se improvisa. Es un proceso largo, en ocasiones hasta incómodo, que exige curiosidad, paciencia y gotas, al menos gotas, de humildad.
Por lo general, las mejores preguntas científicas no se definen únicamente por ser claras, precisas y novedosas. Del mismo modo deben picar un poco, disgustar, insistir como una idea que no se deja olvidar.
Son preguntas que se adhieren al pensamiento y lo empujan hacia un terreno nuevo. Mi pareja suele decir, cuando me ve enfrascado en eso de formular una buena pregunta, que es un proceso artesanal, mezcla de intuición, autocrítica y, por supuesto, método.
Quizá lo más interesante es que no solo sirve para quien hace ciencia, sino para cualquiera que necesite mirar el mundo con algo de profundidad.
Mas vayamos por partes.
Todo comienza con la curiosidad. Definitivamente, hay que entregarse a ese impulso que nos hace buscar más. Ese fenómeno que nos arrastra a leer durante horas sobre algo sin importancia aparente, a saltar de un enlace a otro, a escuchar diez episodios de un pódcast porque queremos entender.
Allí, en ese desvío, suele esconderse una buena pregunta. Ergo, el primer paso consiste en permitirse el asombro sin juicio, sin apuro por hallar respuestas.
Después viene la parte más difícil: hablar con uno mismo. Literalmente lo digo.
En mi caso suelo garabatear un papel o una pizarra, a veces, camino y le comento a alguien no relacionado con el tema lo que estoy pensado —pobre novio mío—, es como pensar en voz alta.
Parece que otro tanto hacía Daniel Dennett —el filósofo que dedicó su vida profesional al estudio de la consciencia—, para organizar sus ideas paseaba y hablaba en voz alta.
De hecho, hablar nos obliga a convertir los pensamientos en lenguaje, y al hacerlo, los confrontamos. Mis alumnos me odian porque los hago hablar, luego con el tiempo, algunos llegan a amarme.
Escribir también sirve, pero la voz tiene una inmediatez especial: se parece más al pensamiento en bruto. En ese diálogo interior, las ideas se sueltan y se mezclan; aparecen conexiones que de otro modo quedarían ocultas.
Una vez que la mente ha jugado con las posibilidades, llega el momento de la crítica. Muchos dicen que es recomendable leer nuestras propias notas como si fueran de otro. Discutir con ellas. Preguntarnos dónde fallan, qué suponen sin demostrar, qué parte del mundo ignoran.
Y es aquí donde se produce el primer destilado: de un caos de intuiciones emerge algo más concreto, una dirección, un porqué.
El segundo movimiento consiste en construir el contexto. Y, ¿qué es esto?
Toda pregunta necesita raíces. Para un científico, implica sumergirse en la literatura existente: leer a otros, buscar conexiones, descubrir qué se sabe y qué se ha pasado por alto.
En la vida cotidiana ocurre algo similar. Antes de opinar, conviene observar, escuchar, informarse. Una buena pregunta nace de entender el paisaje antes de intentar cambiarlo.
La tercera fase es la destilación. En este punto, la tarea ya no es acumular, sino eliminar. El objetivo es quedarse con la esencia: la pregunta que puede sostenerse sola. Recuerda, la ciencia avanza por poda, no por acumulación.
En la mente del investigador, eso se traduce en revisar lo leído, identificar los trabajos más cercanos, releerlos con una mirada distinta y preguntar: ¿qué habría pasado si hubieran hecho algo diferente?, ¿si hubieran cambiado un método, una muestra, una variable?
En la vida, este ejercicio se parece a volver sobre una decisión y preguntarse qué otra opción había, no para lamentar, diría que para entender.
La cuarta etapa es el diseño: transformar la pregunta en algo que pueda explorarse. En ciencia, y no es más que elegir métodos, herramientas, hipótesis y controles. En la vida, equivale a planear cómo actuar, a poner la pregunta en movimiento.
No hay diferencia esencial: ambos procesos exigen rigor, claridad y previsión.
En cada etapa, sin embargo, acechan trampas. La primera es creer que toda pregunta debe tener una hipótesis inmediata. A veces no. Algunas de las mejores investigaciones comenzaron con un simple "¿qué pasa si…?".
Describir, observar y comparar también son formas válidas de conocimiento. Preguntar no siempre busca confirmar; a veces basta con entender.
Otra trampa es la del apego. Invertir tiempo en una idea la vuelve difícil de abandonar. El riesgo es quedarse aferrado a una pregunta que ya no conduce a nada. En ciencia —y en la vida— soltar a tiempo puede ser la forma más inteligente de avanzar.
La sugerencia más seguida es revisar constantemente si la pregunta sigue viva, si todavía genera interés, si el esfuerzo por mantenerla se justifica. Cuando una idea deja de crecer, es mejor dejarla ir.
Pero no hay dos sin tres.
La tercera trampa es descubrir que alguien ya tuvo la misma idea. En lugar de desesperar, conviene verlo como una señal: la pregunta era buena. Además, rara vez es idéntica. Siempre hay un matiz distinto, un método nuevo, una aplicación pendiente. En la vida, esto se traduce en aceptar que no somos los primeros en plantear ciertos dilemas, pero que eso no le quita valor a nuestra forma de abordarlos.
La última trampa es la del especialista: cuando todo se mira con las herramientas que uno domina. Es el "martillo y clavo" de la ciencia: tener una técnica tan pulida que uno termina aplicándola a cualquier problema. Pero no todo se resuelve igual.
Hay que invitar a detenerse y preguntarnos si la herramienta que usamos es realmente la mejor o es sencillamente la más cómoda. Tal vez sea necesario mirar el problema desde otra disciplina, o incluso desde otra experiencia.
Detrás de este método hay una enseñanza más amplia. Formular buenas preguntas no es un acto de inspiración repentina, sino un ejercicio de atención. Se construyen con tiempo, con lecturas, con errores y con conversaciones. Requieren pensamiento crítico, pero también imaginación. En ciencia, las preguntas son brújulas; en la vida, también.
Preguntar bien es un modo de habitar el mundo. Es resistirse a la respuesta inmediata. Es escuchar antes de hablar. Es reconocer lo que no sabemos sin sentir vergüenza. En un tiempo dominado por la velocidad y la opinión esférica, hacer una buena pregunta es casi un acto de resistencia.
Por cierto, creo firmemente que podemos aplicar este método fuera del laboratorio.
Cuando enfrentamos un conflicto, un cambio o una decisión, vale la pena detenerse a pensar qué pregunta estamos haciendo. No "¿cómo salgo de esto?", sino "¿qué puedo aprender de esto?". No "¿por qué me pasa esto a mí?", sino "¿qué parte de mí participa en lo que pasa?". La forma en que formulamos una pregunta cambia el tipo de respuesta que encontraremos.
Otra enseñanza poderosa es tener en cuenta que las preguntas valiosas pueden surgir del silencio. El pensamiento necesita pausas. A veces, las ideas más claras aparecen cuando uno camina, cuando deja que la mente flote sin propósito, cuando hablamos en voz alta con nadie. En esos momentos, el cerebro organiza su propio desorden y las preguntas surgen, como quien ve aparecer una figura al retirar el polvo de un cristal.
La ciencia progresa con grandes descubrimientos y también con pequeños gestos de duda. Preguntar bien es un arte que combina precisión y apertura. Nos enseña que lo importante no es tener siempre la respuesta, sino seguir explorando con curiosidad.
Porque la ciencia —y la vida— no se construyen con certezas, sino con la capacidad de preguntar una vez más, incluso cuando creemos haberlo entendido todo.