En una columna anterior contaba que, en pueblo perdido de la geografía cubana, Jovellanos, un niño subía a la azotea con un telescopio rudimentario. No apuntaba al cielo para contar estrellas, su intención era acumular preguntas.
Escribía en una libreta lo que algún día querría preguntarle a un extraterrestre: "¿cómo llegaste aquí?", "¿sabes curar las enfermedades?". Soñaba con un encuentro cercano, convencido de que en el universo había más de lo que sus ojos podían ver.
Hoy, muchos años después de aquella libreta, la ciencia ofrece una noticia que habría sorprendido a aquel niño: una proteína fluorescente, la EYFP, ha demostrado funcionar como cúbit dentro de células vivas. No se trata solo de que emita luz; es capaz de mantener un estado cuántico en un entorno tan ruidoso y complejo como el interior de una célula.
La hazaña es técnica y conceptual. Los cúbits son unidades de información cuántica, capaces de existir en varios estados a la vez gracias a la superposición. Normalmente requieren condiciones extremas, como temperaturas cercanas al cero absoluto, para evitar que el entorno destruya su delicado equilibrio. Que una proteína pueda albergar este estado cuántico en el interior de una célula marca un cambio de escenario.
Ergo, la vida, con todo su bullicio molecular, se convierte en refugio para lo cuántico.
El proceso fue delicado, por llamarlo de alguna manera. Se emplearon pulsos de láser y microondas para excitar la proteína con longitudes de onda específicas, lo que permitió observar oscilaciones de Rabi —señales inequívocas de que el estado cuántico respondía de manera coherente—.
Además, se midió una coherencia de unos 16 microsegundos con técnicas de estabilización, un tiempo breve pero suficiente para demostrar la posibilidad.
Que esto ocurra dentro de células de mamífero y bacterias añade un matiz extraordinario: no se trata de un sistema aislado en un laboratorio criogénico, sino de un fenómeno cuántico incrustado en la maquinaria de la vida.
La clave es que la proteína EYFP es codificable genéticamente. La célula misma puede producirla, lo que abre la puerta a una versatilidad impensada. No es un objeto externo insertado desde fuera, sino un elemento propio de la biología que, al mismo tiempo, actúa como cúbit.
Esto significa que en el futuro podría usarse para desarrollar sensores cuánticos intracelulares. La idea de que una célula pueda medir campos magnéticos, variaciones químicas y fluctuaciones térmicas con resolución cuántica ya no es ciencia ficción.
Sería posible seguir en tiempo real cómo se pliega una proteína, cómo un fármaco interactúa con su receptor y cómo se altera el metabolismo de una célula enferma.
Los desafíos, por supuesto, son enormes. La proteína aún debe mejorar su estabilidad frente a la luz intensa y la eficiencia con que se leen los estados cuánticos es baja.
Además, extrapolar este hallazgo a tejidos completos o a organismos enteros exige superar obstáculos técnicos considerables. Hoy estamos ante una prueba de concepto, un primer paso que señala un horizonte, no ante una aplicación inmediata.
Aun así, este logro transforma la especulación en evidencia experimental. Lo que hasta hace poco se llamaba biología cuántica parecía un campo etéreo; ahora empieza a tomar cuerpo. La vida misma puede ser soporte de lo cuántico. Y eso obliga a repensar la frontera que creíamos clara entre lo vivo y lo físico.
Aquí surge una dimensión humanista inevitable. Si nuestras células pueden hospedar cúbits, si el interior de una proteína puede comportarse como un sistema cuántico, entonces la vida no es únicamente un conjunto de funciones biológicas: es también un escenario donde tienen lugar fenómenos que creíamos reservados en exclusiva a la física fundamental.
Quiero confesarte que esto no convierte a una célula en un ordenador cuántico, pero sí en un testimonio de lo permeable que son las categorías con las que entendemos el mundo.
El niño de Jovellanos, que soñaba con extraterrestres, habría añadido una nueva pregunta a su libreta: "¿puede una célula pensar como un ordenador?".
No tenemos respuesta, pero ya no parece una fantasía imposible. La ciencia lo ha transformado en una pregunta legítima.
Ese niño creció y aprendió que lo esencial es mejorar la vida en la Tierra. Pero cada vez que surge un descubrimiento como este, regresa la vibración de la azotea y la libreta llena de preguntas. Ahora sueña o, mejor dicho, sueño con encuentros cercanos no con seres de otros planetas, sino con misterios que se revelan dentro de la propia célula.
Porque el futuro, más que extraterrestre, parece ser intracelular.