Hay palabras que encierran más preguntas que respuestas. "Autismo" es una de ellas. No es únicamente un término médico, ni un diagnóstico clínico: diría que es un universo heterogéneo, plural, que define condiciones del neurodesarrollo con múltiples manifestaciones.
Quien pronuncia esa palabra piensa en desafíos, pero también en capacidades singulares, en formas distintas de estar en el mundo. Y aunque la ciencia ha avanzado, aún seguimos tratando de descifrar su origen con la humildad que exigen los grandes enigmas.
El consenso científico es palmario: el autismo —o, en lenguaje más técnico, los trastornos del espectro autista (TEA)— no tiene una única causa.
Por ahora, lo describimos como un conjunto de condiciones con raíces múltiples, en las que la genética y el ambiente interactúan de formas complejas.
Los estudios de gemelos y familias han mostrado que la heredabilidad del autismo es alta, con estimaciones que rondan entre el 70% y el 90%. Mas, no significa que sea un "trastorno genético" en sentido estricto, sino que existen variaciones en muchos genes que aumentan la susceptibilidad.
Puedo decirte que se han identificado decenas de loci genómicos —posiciones concretas que ocupan los genes—y mutaciones que participan en sinapsis, comunicación neuronal o desarrollo cerebral temprano.
La genética explica mucho, pero no lo revela todo. Varios factores ambientales también influyen. No se trata de elementos misteriosos, más bien son realidades estudiadas: complicaciones durante el embarazo, infecciones maternas graves, exposición a contaminantes, edad avanzada de los padres.
Ninguno de estos elementos por sí solo determina el autismo, pero pueden actuar como moduladores en cerebros genéticamente predispuestos. El autismo, pues, no es la consecuencia de una única causa, en cambio, podemos decir que es el resultado de una compleja interacción.
En este terreno de incertidumbres, han germinado rumores que buscan respuestas rápidas y culpables sencillos. Uno de los más repetidos en los últimos años vincula el uso de paracetamol en el embarazo con el desarrollo de autismo en los hijos.
El origen de esta asociación está en algunos estudios observacionales que describieron correlaciones débiles entre el consumo frecuente de este analgésico durante la gestación y un ligero aumento en la incidencia de diagnósticos de TEA o TDAH.
Sin embargo, correlación no es causalidad. La correlación indica que dos fenómenos ocurren juntos, mientras que la causalidad significa que uno de ellos es la causa directa del otro.
Esos estudios estaban llenos de limitaciones: no distinguían dosis, no controlaban adecuadamente otros factores de riesgo, ni establecían un mecanismo biológico claro.
Las revisiones sistemáticas y metaanálisis posteriores han sido prudentes. La Agencia Europea del Medicamento y la FDA en Estados Unidos mantienen que, usado a dosis adecuadas y en períodos limitados, el paracetamol sigue siendo el analgésico más seguro durante el embarazo.
Lo que se recomienda es utilizarlo sólo cuando sea necesario, en la dosis más baja, eficaz y durante el menor tiempo posible.
Está medianamente claro que no hay evidencia robusta que lo convierta en causa del autismo. Lo contrario sería dar un salto injustificado desde una correlación estadística hasta una conclusión determinista.
El otro rumor, mucho más extendido y dañino, es el que vincula el autismo con las vacunas infantiles.
Este mito tiene una fecha de nacimiento concreta: 1998, cuando The Lancet publicó un artículo firmado por Andrew Wakefield que sugería una relación entre la vacuna triple vírica —sarampión, paperas y rubéola— y el autismo.
El estudio era pequeño, con apenas doce niños, mal diseñado y, como se descubrió después, manipulado. En 2010 la revista retractó el artículo y Wakefield fue inhabilitado para ejercer la medicina.
Desde entonces, decenas de estudios con millones de niños —sí, millones— en todo el mundo han demostrado sin ambigüedad que las vacunas no aumentan el riesgo de autismo.
La ciencia es clara, pero el rumor persiste. ¿Por qué?
Porque el autismo suele diagnosticarse en la misma etapa de la vida en que se administran las vacunas infantiles. La coincidencia temporal alimenta la ilusión de causalidad. El vacío de certezas sobre el origen del autismo y la angustia de muchas familias hacen el resto.
Sin embargo, la evidencia no deja lugar a dudas: las vacunas son seguras y han salvado millones de vidas. Vincularlas con el autismo es falso y peligroso, porque alimenta la desconfianza en una de las herramientas más efectivas de la salud pública.
Frente a estos rumores, lo más importante es volver a la ciencia. Y ella no promete respuestas fáciles. Lo que sabemos del autismo hoy es que es un espectro complejo, con bases genéticas amplias, moduladas por factores ambientales diversos.
No existe un único "gen del autismo" ni una "causa externa" en solitario. Hablar de "culpables" simplifica y distorsiona.
Es fundamental comprender lo que implica socialmente este debate. Cada vez que se difunde la idea de que una medicina común o una vacuna causa autismo, se alimenta la desinformación y se hiere a quienes viven con autismo, porque se presenta su condición como una catástrofe causada por errores evitables, en lugar de reconocerla como parte de la diversidad humana.
El respeto a esa diversidad comienza también con el rigor con que contamos las historias.
El origen del autismo seguirá siendo objeto de investigación durante años. Genómica avanzada, neuroimagen, estudios longitudinales de cohortes infantiles y nuevas técnicas de análisis epigenético ofrecen pistas prometedoras.
Es posible que en el futuro descubramos mecanismos que hoy no sospechamos. Pero lo que ya sabemos es suficiente para desmentir con elegancia los rumores: ni el paracetamol en dosis prudentes ni las vacunas infantiles son responsables del autismo.
El desafío es doble: seguir investigando con rigor y comunicar con responsabilidad. La ciencia no tiene todas las respuestas, pero sí puede mostrarnos qué afirmaciones son falsas, qué correlaciones son débiles y qué tratamientos preventivos son seguros.
Y en ese esfuerzo se juega algo más que un debate médico: se desafía la confianza en la ciencia como herramienta colectiva para entendernos a nosotros mismos.
Hablar de autismo es hablar de misterio y de certeza, de genética y de ambiente, de biología y de sociedad. Es aceptar que hay preguntas abiertas y, al mismo tiempo, defender lo que ya sabemos frente a la desinformación.
Quienes buscan culpables seguirán mirando hacia lo fácil. Pero quienes buscamos la verdad encontraremos en la ciencia un mapa más complejo y más honesto.
Un plano que no promete respuestas inmediatas, pero que ofrece lo más valioso: la posibilidad de comprender, paso a paso, quiénes somos.