En verano siempre hay una nueva especie de migración. No la de las aves ni la de los turistas, sino la de las dolencias que cambian de nombre y de forma.

Las urgencias se llenan de pieles rojas por el sol, infecciones escondidas en lugares insospechados, cortes en los pies por andar descalzos y diarreas tropicales que nadie recuerda haber invitado a la mesa. 

El verano, en términos médicos, tiene su propio idioma. Los sanitarios lo saben: cuando sube el mercurio, también sube la probabilidad de acabar en una sala de espera con olor a cloro y bisturí.

Porque lo que para muchos es tiempo de descanso, para los servicios de salud es una temporada alta. Una especie de festival de lo imprevisible donde las infecciones juegan con ventaja.

Empecemos por los pies. Las chanclas, esas compañeras inseparables de la época estival, tienen un lado oscuro.

No ofrecen protección, no sujetan bien el talón y, sobre todo, dejan la piel expuesta a bacterias, hongos y virus que habitan con entusiasmo en suelos húmedos y compartidos: piscinas, duchas, gimnasios.

Las verrugas plantares —causadas por el virus del papiloma humano— se multiplican como si supieran que el verano es su oportunidad de brillar.

Luego están las otitis externas, conocidas como "otitis del nadador". El agua que entra y no sale del canal auditivo se convierte en un caldo de cultivo ideal para bacterias.

El resultado: dolor, picor, supuración y visitas a urgencias con la cabeza inclinada y cara de "esto no estaba en mis planes". Pero sí, estaba. Solo que no lo sabíamos.

También proliferan las infecciones gastrointestinales. Comidas al aire libre, mayonesas caseras olvidadas al sol, hielo contaminado, mariscos dudosos y fruta sin lavar.

El cóctel perfecto para que bacterias como Salmonella, E. coli o Campylobacter conviertan una escapada en una experiencia inolvidable... por las razones equivocadas.

Y cómo olvidar a las cistitis, tan frecuentes como injustas. El calor, el sudor, los trajes de baño húmedos durante horas, el aumento de la actividad sexual... todo ello contribuye a que las infecciones urinarias se disparen.

A menudo las mujeres son las principales afectadas, aunque los hombres tampoco están exentos. El ardor, la urgencia por orinar y ese dolor sordo que aparece en el momento más inoportuno se vuelven parte del repertorio estival.

¿Y las intoxicaciones por picaduras o alergias alimentarias? Clásicos del verano. Desde una avispa que decide probar nuestra bebida hasta ese molusco crudo que parecía tan exótico.

El sistema inmunitario, relajado por el sol, a veces responde con una furia inesperada, activando urticarias, anafilaxias y otras respuestas que desbaratan cualquier plan.

Lo interesante —y lo poético, si me lo permites— es que muchas de estas infecciones no son sólo cuestión de azar o mala suerte. Son síntomas de un cuerpo que se expone al mundo de otra forma, más libre, más despreocupada, pero también más vulnerable.

En invierno, el cuerpo se protege con capas. En verano, se muestra. Y ahí, entre la piel y el entorno, se produce ese encuentro íntimo —a veces feliz, a veces patógeno— entre lo humano y lo natural.

La medicina del verano es también una medicina del exceso: demasiado sol, demasiado calor, demasiadas horas despiertos, demasiados caprichos.

Pero, a diferencia del invierno, no hay un virus dominante, no hay una epidemia clara. Hay una constelación de pequeños desajustes, de batallas minúsculas, de micro dramas clínicos que se repiten con una regularidad casi literaria.

Y los sistemas de salud —ya debilitados por la falta de personal, los recortes y la sobrecarga crónica— tienen que responder a esta nueva ola con inventiva, paciencia y resistencia. Porque cuando el país descansa, los sanitarios no lo hacen.

Ellos se quedan a cargo de ese cuerpo colectivo que se resiente cuando baja la guardia. Y eso también merece ser contado.

No todo es culpa del verano, por supuesto. Mucho tiene que ver con nuestra actitud. Las precauciones básicas que se olvidan en la euforia vacacional. Los antibióticos que se toman mal, los síntomas que se ignoran, la creencia absurda de que "por ser natural" todo es seguro.

Pero también es verdad que vivir, con mayúsculas, implica cierta dosis de riesgo. Y el verano es, por definición, un canto a la vida intensa.

Quizás la lección sea doble. Por un lado, escuchar al cuerpo, cuidarlo, protegerlo del sol, del agua sucia, de los alimentos dudosos. Por otro, entender que enfermar también forma parte del viaje. Que no hay experiencia humana sin fragilidad.

Y que a veces, en medio del dolor de oídos o la fiebre inesperada, podemos recordar que somos carne, piel, agua… y algo más que resiste, incluso cuando todo parece desbordarse.

Así que, si este verano acabas en urgencias con chanclas y cara de susto, no desesperes. Puede que la ciencia te cure, pero la poesía está en sobrevivirlo con humor. Y en volver a casa —sí, tal vez con una crema antibiótica—, pero también con una historia para contar.