Soy una niña fruto del Domund. Me explico. No vayan a malinterpretarme.

No quiero decir que el Domund me transformara ni que cambiara mi vida. Pero sí puedo asegurar que su mera existencia, e implementación, la de ese Domingo Mundial de las Misiones, me hizo entender que había otros mundos y no estaban en el mío, que sobre el injusto planeta Tierra otra infancia era menos afortunada.

En mi mundo de monjas misioneras, la hucha del Domund presidía la clase durante semanas. Aquel recipiente redondo con una ranura para que las alumnas depositásemos monedas —no recuerdo billetes—, me marcó.

Aquella hucha con cara de niña o niño de otras razas se convirtió en icono de una infancia a la que las misiones y nosotras ayudábamos en la medida de nuestras posibilidades.

Seguramente por eso, porque en la adulta vive el recuerdo de una niña del Domund, nunca pensé que volvería a ver imágenes como las que provocaban mis pesadillas y movilización en aquellos años: las de esqueléticos niños de Biafra. Aquellas extremidades de palillo, aquellos estómagos hinchados, aquellos inmensos ojos invadiendo sus caras.

Me equivoqué pensando que esa iconografía del hambre habitaba solo en el pasado. Desconocía que volvería a mis pesadillas del presente, localizada en Gaza.

Tan presente como que en este preciso instante miles de niñas y niños mueren de inanición. No por desnutrición moderada o falta de vitaminas. Por hambre. Literalmente. Asistimos a un holocausto en directo.

Según cifras de la fundación Save the Children, más de 90% de la población infantil en el norte de Gaza sufre desnutrición aguda severa.

UNICEF ha confirmado fallecimientos de bebés en hospitales sin luz ni agua. Sus desafortunados progenitores nada pueden hacer más que guardar sus cuerpos en bolsas de plástico, en ausencia de ataúdes.

Y aquí estamos, asistiendo a esta vergüenza universal en streaming. No ha lugar al engaño. No hay excusa para la ignorancia.

Desde el brutal ataque de Hamás el 7 de octubre de 2023 y la posterior respuesta del ejército israelí, Gaza ha sido convertida en un infierno. Y aquí estamos el resto del mundo desde nuestro purgatorio, contemplando el fuego en primera línea de ignominia.

Todo un escalofrío que aún me recorre el cuerpo me conmocionó escuchando hace unos días al ex alto representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell. Me retumba aún su frase: "Europa ha perdido el alma".

Y como europea me sentí aludida. También retada para unir mi voz a la denuncia.

Me pregunto por qué contabilizábamos y exhibíamos las cifras de muertos y afectados por la Covid-19 y no abrimos a diario cada medio, cada informativo, cada red con una cifra: la de los asesinados en Gaza.

Más de 60.000 personas en Palestina, según el Ministerio de Salud gazatí, de las que más del 70% son mujeres y niños.

Pero volviendo a la inanición, la ONU ha advertido que más de un millón de personas —la mayoría menores de edad— están al borde de la hambruna.

Como también que más del 20 % de los hogares vive en escasez extrema y más del 30% de los menores de cinco años sufre desnutrición aguda.

Entre mayo y julio de 2025, la proporción de hogares con hambre extrema se duplicó; el 39% de la población pasa días sin comer y más de 500.000 personas viven ya en condiciones de hambruna. De hecho, solo durante el mes de mayo, 5.119 niños entre 6 meses y 5 años fueron tratados por desnutrición aguda.

En un mundo en el que se desechan 1.300 millones de toneladas de alimentos al año, no es que en Gaza sientan hambre por fata de comida. Hay hambre porque Israel impide deliberadamente la entrada de alimentos para el reparto.

No lo digo yo. Lo ha dicho Michael Fakhri, relator especial de la ONU sobre el derecho a la alimentación: "Israel está utilizando el hambre como arma de guerra".

Y la historia continúa. La del hambre, por desgracia. La de la ayuda humanitaria retenida, impidiendo el reparto de alimentos para la población en general y la infancia en particular.

La de los pozos de agua contaminados (algo así como el 90%). La de las bombas, la de los hospitales que no funcionan porque carecen de agua y electricidad.

La de los bebés que siguen naciendo; al parecer unos 180 llegan cada día a un mundo atroz y serán víctimas de la destrucción, según la OMS.

La historia de los que mueren sin completar una semana, de los que fallecen con menos peso del que tuvieron al nacer. La historia de madres que no pueden amamantar.

Poco futuro se puede prometer a una infancia que emerge a la vida privada de luz, de hogar, de alimentos, de esperanza, de derechos. Cuánto desearía abrir las cabezas y las almas de quienes infligen tanto odio, tanto dolor y tanta muerte. Porque no hay geopolítica, estrategia ni ideología que los justifique, excuse o legitime.

Desde la barrera, no basta con exigencias de alto el fuego o apertura de corredores de ayuda. Ojalá la presión internacional devolviera el alma, como poco, la europea.

Pero también la voz a los gobiernos y a los ciudadanos para gritar basta ya, para recordar que el hambre no es neutral y no es arma que valga.

Miremos las fotos que lo demuestran. Viralicemos el horror y la vergüenza que producen. Sintamos el dolor de la infancia. Hablemos de Gaza.

Pero no solo. Hay que recordar los dramas humanitarios de Sudán, Yemen, Etiopía o Haití. Son parte de esos 15 países de los que sale el monto total de 8 millones de menores de cinco años en riesgo de muerte por desnutrición severa, según UNICEF.