Hay cuerpos que llegan a julio con las maletas hechas: cansados, acelerados, cargando con la ansiedad acumulada del año, como quien arrastra una mochila repleta de facturas sin pagar. Sin embargo, basta una mañana de sol, una siesta sin culpa o el sonido distante de las olas para que algo empiece a cambiar. ¿Y si también el sistema inmunitario se toma vacaciones?

La idea no es tan descabellada. Desde hace años, la ciencia ha detectado que nuestro sistema de defensa —esa red compleja de células, órganos y señales químicas que nos ampara del mundo exterior— no se comporta igual todo el año. La inmunidad es estacional. Es más, podríamos decir que tiene su propio calendario biológico, quizá más sabio que el nuestro.

Durante el invierno, cuando el frío encierra a las personas en espacios cerrados y la luz solar escasea, las infecciones respiratorias proliferan. Virus como la gripe encuentran un terreno fértil.

Parte de esta vulnerabilidad se debe a que el sistema inmunitario se vuelve más reactivo, pero también más ineficiente, a veces generando más inflamación que defensa. En cambio, en verano, aunque seguimos expuestos a microorganismos, la respuesta inmune parece tiende a ser equilibrada.

Una de las razones fundamentales es el sol. Y no solo porque nos broncea o nos anima el espíritu. La exposición solar —siempre moderada y protegida— activa la producción de vitamina D en la piel, una molécula que, más allá de su fama relacionada con los huesos, tiene un papel clave en la modulación inmunitaria.

Niveles adecuados de vitamina D se asocian con menor riesgo de infecciones, menor inflamación sistémica y una mejor capacidad de recuperación frente a virus y bacterias.

Mas, no es únicamente cuestión de bioquímica. El verano trae consigo cambios en el estilo de vida que también impactan positivamente en nuestras defensas: dormimos más –o al menos, mejor—, pasamos más tiempo al aire libre, caminamos, nos bañamos, nos reímos y un etcétera placentero.

Y sí, esos gestos tan simples como reír o dormir profundamente tienen efectos fisiológicos que no deberíamos subestimar. Bajan el cortisol, reducen el estrés oxidativo, fortalecen la barrera intestinal y activan células del sistema inmunitario innato, como las famosos NK (natural killers).

De hecho, algunos estudios han demostrado que las personas que toman vacaciones tienen menor riesgo cardiovascular, menos incidencia de enfermedades crónicas y una mejor percepción de salud general. Está claro que interrumpir el ciclo de agotamiento sostenido nos hace bien.

Y aquí es donde entra la mirada humanista. Porque si el cuerpo tiene sus tiempos y su derecho al descanso, también deberíamos preguntarnos qué clase de sistema vivimos que nos obliga a mantenernos siempre alertas, siempre productivos, incluso cuando nuestras defensas —biológicas y emocionales— nos piden una tregua. 

Hoy el agotamiento se ha convertido en credencial de éxito, hablar de descanso parece subversivo.

Quizá por eso el sistema inmunitario también protesta. Lo hace con inflamaciones crónicas, con alergias fuera de temporada, con enfermedades autoinmunes o con una fatiga inexplicable que no mejora ni con diez horas de sueño. El cuerpo, como buen interlocutor, avisa. Otra cosa es que sepamos escucharlo.

¿Y si empezamos por julio? ¿Y si usamos el verano no solo para huir del correo electrónico, sino para reconciliarnos con nuestro cuerpo? Comer fruta fresca con las manos, nadar sin mirar el reloj, pasear descalzos por la arena, mirar el cielo sin necesidad de entenderlo todo. Actividades humildes, sí, pero profundamente regeneradoras. Actividades que, sin saberlo, están estimulando nuestra inmunidad de forma silenciosa pero eficaz.

No se trata de idealizar el verano. No todas las personas pueden permitirse descansar. Muchas trabajan más, otras lo hacen sin reconocimiento ni sombra. Pero aun en la rutina, aun en la ciudad, podemos introducir pequeños gestos que desactiven el modo "alerta roja" en el que vivimos instalados. Porque el descanso, como la inmunidad, no es un lujo: es una necesidad biológica.

La medicina preventiva del futuro es probable que no será solo farmacológica: será también una defensa del tiempo libre, del sueño reparador, del contacto con la naturaleza, del silencio interior. Y ahí, el sistema inmunitario —que no olvida— tomará nota.

Así que, si este verano sientes que todo va un poco más lento, que tus pensamientos se espacian y tus preocupaciones se disuelven como el hielo en el vaso, no lo temas. Es tu cuerpo diciendo: gracias. Gracias por dejarme respirar, por no exigirme, por no estar siempre luchando. Porque incluso las células necesitan una hamaca, una tarde sin sobresaltos, un susurro cálido que les recuerde que la vida no es solo defensa: también es tregua.