En la gran urbe, donde las aceras hierven y los pulmones respiran asfalto, algo late aún bajo el concreto: el eco de preguntas antiguas disfrazadas de modernidad.

¿Cómo alimentar a millones sin devorar el planeta? ¿Cómo diseñar ciudades que no enfermen, ni nos consuman mientras intentamos habitarlas?

La ciencia ha comenzado a contestar con soluciones que parecen de ciencia ficción, pero que en realidad nacen de una necesidad básica: sobrevivir a nosotros mismos.

Porque nuestras ciudades —esas aglomeraciones de acero, prisas y promesas— se han convertido en ecosistemas artificiales profundamente ineficientes.

Consumimos el 75% de los recursos naturales globales en los entornos urbanos, y devolvemos al mundo más CO₂ del que este puede digerir. Como si el aire, el agua y el suelo fueran eternamente indulgentes. Como si no estuvieran a punto de colapsar.

Mas, vayamos por partes.

El sistema alimentario global es responsable de aproximadamente el 30% de las emisiones de gases de efecto invernadero. Y aquí es donde la ciencia propone menús nuevos: grillos al horno, hamburguesas de micelio, proteínas obtenidas de fermentación microbiana.

¡No es broma! ¡Es biotecnología!

En Holanda, por ejemplo, se cultivan larvas de mosca soldado negra en centros urbanos para convertir residuos orgánicos en proteínas de alta calidad, por ahora para el consumo animal.

En Estados Unidos, algunas empresas están creando helados sin la intervención de las vacas, usando levaduras modificadas que producen caseína y suero, las mismas proteínas que hallamos en la leche.

Un solo dato basta para entender por qué: producir un kilo de carne vacuna requiere 15.000 litros de agua. Una cifra obscena si se compara con los escasos 100 litros necesarios para obtener la misma cantidad de proteína con grillos. El futuro tiene patas, pero no necesariamente pezuñas.

Pensar la ciudad como un organismo vivo ha dejado de ser una metáfora poética. Hoy, epidemiólogos, biólogos y arquitectos colaboran en proyectos de urbanismo regenerativo, que conciben el entorno construido como un tejido que puede enfermar o sanar a sus habitantes.

La Organización Mundial de la Salud estima que más de 7 millones de muertes anuales están asociadas a la contaminación del aire, con las ciudades como epicentros.

La falta de zonas verdes, la mala ventilación urbana y los materiales de construcción son cofactores silenciosos de enfermedades respiratorias, cardiovasculares y neurológicas.

Sin embargo, una ciudad puede curar. Estudios recientes en neurociencia urbana muestran que las personas que viven cerca de áreas verdes presentan menos niveles de cortisol —la hormona del estrés—, y mejores puntuaciones en pruebas de memoria y atención.

La evidencia nos lleva a pensar que el bosque urbano purifica el aire y regula la mente.

En Tokio y Singapur ya florecen invernaderos verticales instalados en tejados, estaciones de metro o fábricas abandonadas. Estas granjas verticales no requieren suelo, apenas agua, y ofrecen una agricultura sin pesticidas ni estaciones. Además, permiten el consumo hiperlocal: se cultiva donde se consume.

Si regresamos a Europa, en Alemania se han desarrollado sistemas cerrados de cultivo con inteligencia artificial que monitorean temperatura, humedad y nutrientes en tiempo real.

No se trata de una moda eco, sino de una necesidad urgente. Según la FAO, en 2050 necesitaremos aumentar un 70% la producción de alimentos para alimentar a más de 9.000 millones de personas.

Pero lo que propone esta revolución no es solo técnica, es filosofía: devolver el control de la comida a las ciudades.

Porque hoy, nuestras metrópolis dependen de cadenas logísticas que cruzan medio planeta y se rompen al menor virus, guerra o subida del petróleo.

Entonces, una pregunta me asecha: ¿podemos alimentar a las ciudades sin devastar bosques, envenenar ríos o exprimir océanos?

La ciencia dice que sí, pero exige renuncias. Abandonar los mitos del crecimiento perenne, asumir que los recursos son reducidos y que la tecnología, por sí sola, no basta.

En esta transición, también debemos cambiar el paladar. No es fácil convencer a un comensal parisino o madrileño de que la carne del futuro se gestará en un laboratorio o que el caviar más sostenible se extrae de microalgas.

Pero ya está ocurriendo. Cada vez más restaurantes experimentales incorporan estos ingredientes, no como rarezas y sí como lujos éticos.

El cambio no empieza en los laboratorios, sino en la mesa. Como alguien dijo: "Comer es un acto agrícola". Añadiría: también es un acto político, ecológico e incluso espiritual.

No podemos esperar que las grandes soluciones vengan de arriba. La ciencia pone las herramientas, pero las decisiones —individuales, comunitarias, políticas— son nuestras.

Convertir un barrio en un huerto, un edificio en un respirador vegetal o una dieta en un manifiesto ecológico no es una utopía: es una elección.

Quizá la gran paradoja sea esta: en un mundo hiperconectado, la supervivencia pasa por volver a lo cercano. A lo que crece a unos metros, a lo que se respira en la calle, a lo que se comparte en la plaza. Es una mezcla entre inventar alimentos nuevos y reaprender a vivir con menos daño.

Porque, recordemos, que las ciudades no son sólo estructuras. Son organismos simbióticos. Y como todo ser vivo, pueden enfermar o sanar.

En ellas nos jugamos el hambre del cuerpo y del sentido. De un sentido que no devore, sino que alimente.

Y si todo esto te suena a ciencia ficción, romanticismo ilustrado o incluso una especie de new age woke, respira hondo y observa la ciudad.

¿Te parece saludable? ¿Sientes que podrías vivir en ella sin enfermar? Si la respuesta es "no", entonces esta columna no es una provocación. Es una advertencia. Poética, sí. Pero seria. Muy seria.