Escuchar de Álvaro Pombo una de las críticas más certeras a nuestra sociedad ha sido un martillo pilón los días siguientes a que recibiera el Premio Cervantes 2024. Habría estado mejor escuchárselo a él, con su fina ironía acompañada de unos ojos siempre vivos a pesar de su crítico estado de salud.

Precisamente fue esa mala situación la que le impidió hablar. Fue su amigo y colaborador, el escritor Mario Crespo, quien puso voz a un afilado y afinado discurso titulado Una fenomenología de la fragilidad. Y no hablaba de la suya, de la del premiado. Hablaba de la humana frente a una sociedad que ha institucionalizado la indiferencia, una sociedad donde ya no se lucha "por el honor".

"Entre influencers y mercachifles" describió a este mundo en el que nos movemos entre la urgencia y la emergencia, sin pararnos a responder a lo realmente relevante. Ojalá se marcara en mayúsculas esa llamada a la trascendencia respecto a la superficialidad, al cultivo de una visión más intelectual de la vida respecto al mercadeo de valores culturales, donde prima la apariencia o el impacto inmediato más que la profundidad moral.

Tenía razón Pombo. Demasiado ruido. Aceleración sin freno. Somos actores de un espectáculo permanente que guionizamos, dirigimos, protagonizamos, con unos subtítulos que han equivocado la transcripción, el significado. No hay que estar muy atentos para entender el suyo, el de su mensaje referido a la ética, a la resistencia, a la banalización, a la trivialidad como brújula de vida.

En su libro Enseñar a vivir, el pensador francés Edgar Morin afirmaba: "Debemos aprender a vivir de otra manera. De lo contrario, la vida misma se volverá invivible". Ese "vivir de otra manera" tuvo un ensayo general durante la pandemia producida por la covid-19. Y, aunque con diferente formulación, el 28 de abril pudo resonar en muchas personas su eco en forma de sombras durante unas cuantas horas sin luz.

En ese tiempo se interrumpieron muchos contactos, más allá de los relacionados con el transporte. Hijas que no sabían de sus padres. Madres que no sabían de sus hijos. Y sin WhatsApp ni redes sociales. Sin embargo, se llenaron las terrazas, se impuso el cara a cara de familiares, compañeros, amigos, más allá de las pantallas. Se conoció y habló con vecinos. Y muchos aseguran que se reconoció, al volver la corriente, la idoneidad de cuidar las luces necesarias.

De pronto, la luz recuperó su significado. La posibilidad de que un interruptor devolviera el rayo acostumbrado recobró su esencia. Súbitamente, hubo conciencias que se preguntaron por la energía que se consume sin cuestionarse origen o destino. Incluso hubo voces que hablaron de un segundo ensayo general similar al de la pandemia, en el caso de ser preludio de un colapso más profundo.

Pero de pronto también hubo quien, al albur de teorías que ponían el acento en nuestros numerosos equipos de renovables, alzaron el grito de negación de la transformación sostenible, a todas luces necesaria en su profundización, tanto como la del ser humano reivindicada por Pombo. Se impone un cambio de mirada, de reconocimiento generalizado de la finitud. Por ello, es fundamental hacer no oídos sordos, sino la guerra intelectual a campañas ruidosas que contraponen la sostenibilidad al desarrollo.

La sostenibilidad no es un lujo verde para empresas y ciudadanos con conciencia. Ni una imposición legal. Es una carretera única iluminada por luces largas con la meta de la supervivencia colectiva. Albert Camus escribió que "el hombre es la única criatura que se niega a ser lo que es". Y tal vez en esta época de control de algoritmos y velocidad de redes y datos, el ser humano ha olvidado lo más humano de lo humano: su límite.

Se impone, por eso, la apuesta por la sostenibilidad para equilibrar esos límites. Se impone la durabilidad y no lo desechable, la cooperación y no la competencia, la profundidad y no la prisa, la solidaridad y no el egotismo colectivo. El planeta no puede soportar eternamente la ligereza generalizada de consumo y pensamiento. Nada más acertado que aplicar a la transformación sostenible ejes que transcienden los problemas medioambientales y que alcanzan la ética, la cultura e incluso la espiritualidad.

Hace ya años, en 2014, en Laudato si', el Papa Francisco relacionó la crisis ecológica con la económica. Nos convertía a todos en deudores. Hablaba de la "deuda ecológica" contraída por el Norte Global, de la explotación del planeta, con el más fuerte imponiéndose al más débil. En la última Jornada de la Paz, el Papa advirtió que "los bienes de la tierra no están destinados solo a algunos privilegiados"​.

Y en su último discurso, ese que su salud le impidió leer horas antes de su muerte, Bergoglio aconsejó "no ceder a la lógica del miedo que aísla" y, en cambio, utilizar "los recursos disponibles para ayudar a los necesitados, combatir el hambre y promover iniciativas que impulsen el desarrollo". Frente al creciente rearme, despertó o intentó despertar conciencias, explicando que "estas son las armas de la paz: las que construyen el futuro, en lugar de sembrar muerte".

Probablemente, hablemos de un abril de 2025 marcado por tres acontecimientos cargados de simbolismo. Por un lado, esas dos grandes voces enmudecidas, la del Papa y la del Premio Cervantes, enfermos. Por otro, la oscuridad durante unas horas de un inesperado apagón. ¿Es posible que la falta de palabra y de luz sea precisamente lo que nos invite a mirar lo esencial? Tal vez no haya sido casual. Tal vez sea una señal de esa necesidad de recuperar el peso de lo real.