Las recientes malas noticias sobre la aprobación de cambios en la doctrina nuclear de Rusia por parte de Putin, que abren la posibilidad de una respuesta inmediata, invitan a una honda reflexión desde todos los ángulos, incluido el científico.
Teniendo en cuenta que sonaré y seré una Casandra más, debo decir y digo que la sombra de un conflicto nuclear —tan distante para algunos y tan inminente para otros— es un recordatorio sombrío de la capacidad destructiva que la humanidad ha acumulado en menos de un siglo.
Desde el catastrófico uso de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki en 1945, la ciencia ha advertido con creciente precisión sobre las consecuencias horrendas de una guerra nuclear.
En la actualidad, las simulaciones y los análisis dibujan un panorama altamente alarmante, que va mucho más allá de la destrucción inmediata. Las consecuencias abarcan desde devastadores efectos ambientales y climáticos hasta el colapso global de las redes alimentarias y el resurgimiento de pandemias.
Mas, vayamos por partes y de la mano de los modelos basados en datos y evidencias científicas.
El impacto inmediato: muerte y destrucción sin precedentes
En los primeros momentos, tras una explosión nuclear, el calor extremo, la presión y la radiación liberada causarían una destrucción masiva en un radio de varios kilómetros desde el epicentro.
Las armas nucleares modernas tienen una potencia significativamente mayor que las lanzadas en 1945, con cabezas nucleares —varias— que oscilan entre los 100 y 1.000 kilotones. Para poner esto en perspectiva, la bomba de Hiroshima tenía una potencia de 15 kilotones.
Un arma nuclear de 300 kilotones detonada sobre una ciudad densamente poblada, como Nueva York o Moscú, podría causar más de un millón de muertes inmediatas, según estimaciones de estudios publicados en Nature Communications.
Pero hay más, las lesiones por quemaduras, la exposición a radiación ionizante y los colapsos de infraestructuras esenciales, como hospitales y sistemas de agua potable, agravarían exponencialmente las consecuencias.
No hay que olvidar que gran parte de la población sufrirá el síndrome de irradiación aguda. Una enfermedad que tiene lugar cuando una radiación de alta potencia daña o destruye determinadas células del cuerpo. Las células de la médula ósea —la fábrica de las células que nos defienden—y el revestimiento del tubo intestinal son las zonas del cuerpo que tienen mayor riesgo de sufrir los efectos de la radiación de alta potencia. ¿El resultado? Una de las peores formas de morir.
El "invierno nuclear": el fin de la estabilidad climática
Además de la devastación inicial, uno de los efectos más estudiados y temidos de un conflicto nuclear es el llamado "invierno nuclear".
Este término describe cómo las detonaciones nucleares generan vastas columnas de humo y hollín que ascienden a la estratosfera, bloqueando la luz solar durante meses o incluso años. Esto provocaría un descenso de la temperatura de 20-30 °C, la destrucción de gran parte de la capa de ozono y un insoportable etcétera.
En un estudio más específico se modeló un escenario de guerra nuclear limitada entre dos países con arsenales pequeños —hablamos de India y Pakistán—, el resultado no pudo ser más descorazonador. Según la simulación, el humo generado por las ciudades incendiadas reduciría la temperatura global hasta llevarnos al inicio de una glaciación.
La hambruna global: un mundo sin alimentos
Los efectos del invierno nuclear sobre la agricultura serían infaustos. Haciendo algunos cálculos, la reducción de la luz solar, las temperaturas extremas y la acidificación del suelo podrían reducir la producción de cultivos básicos, como trigo, maíz y arroz, hasta en un 90% en varias regiones.
Siendo más precisos, un estudio ha predicho que una guerra nuclear entre Estados Unidos y Rusia podría llevar a la inanición a más de 5.000 millones de personas debido al colapso de las cadenas alimentarias. En regiones dependientes de importaciones agrícolas, como África Subsahariana y Oriente Medio, las consecuencias serían especialmente demoledoras.
Incluso en países productores, la escasez de alimentos provocaría un aumento exponencial de los precios, exacerbando las desigualdades y causando disturbios sociales generalizados.
El renacimiento de pandemias: la crisis sanitaria post-nuclear
La radiación ionizante liberada durante una explosión nuclear tiene efectos inmediatos y a largo plazo en la salud humana. Además del síndrome de irradiación aguda del que ya te hablé, los sobrevivientes tendrán un debilitado sistema inmunológico que los llevaría a sufrir un sin número de enfermedades.
Por otra parte, en un contexto de infraestructuras médicas destruidas, la aparición de las infecciones sería inevitable. Patógenos actualmente controlados, como la tuberculosis, podrían resurgir, mientras que la falta de saneamiento adecuado facilitaría brotes de cólera y fiebre tifoidea. Y como si fuera poco, la liberación de partículas radiactivas podría afectar a generaciones futuras —en caso de existir—, aumentando las tasas de cáncer y defectos congénitos.
El colapso de la civilización: una perspectiva social y económica
Más allá de las pérdidas humanas y ambientales, el impacto de un conflicto nuclear en la estructura social y económica global sería incalculable. La interrupción de las cadenas de suministro, la pérdida de sistemas de comunicación y la desaparición de instituciones gubernamentales en áreas afectadas podrían llevar a la destrucción de naciones enteras.
El Banco Mundial estima que incluso un conflicto nuclear limitado tendría un impacto económico global comparable al de la Gran Depresión. Los países no directamente afectados enfrentarían crisis migratorias, mientras que la incertidumbre política fomentaría el surgimiento de regímenes autoritarios y el debilitamiento de las democracias.
¿Hay esperanza? El papel de la diplomacia y la ciencia
A pesar de este sombrío panorama, la prevención de un conflicto nuclear sigue siendo posible. Organismos internacionales como el Tratado de No Proliferación Nuclear han logrado limitar la proliferación de armas nucleares, aunque no han logrado erradicarlas por completo. La diplomacia multilateral y la reducción de arsenales son esenciales para minimizar este riesgo existencial.
En este sentido se han hecho progresos importantes, pero insuficientes. El éxito real sería la eliminación total y sin miramientos de las armas nucleares, un sueño que parece lejos a día de hoy con las personas que se han elegido para dirigir algunas democracias.
La ciencia también juega un papel crucial en este esfuerzo. Investigaciones como las modelaciones climáticas del invierno nuclear ayudan a comprender y comunicar las consecuencias de una guerra atómica, generando presión para evitar que se produzca. Además, el desarrollo de tecnologías de monitoreo satelital y detección de pruebas nucleares fortalece la capacidad de la comunidad internacional para vigilar y prevenir ensayos no autorizados.
La amenaza de un conflicto nuclear no es solo un problema político o militar; es una prueba de nuestra capacidad como especie para priorizar la supervivencia colectiva sobre los intereses inmediatos.
La alfabetización científica y la divulgación rigurosa de los riesgos asociados con las armas nucleares son esenciales para fomentar una ciudadanía informada y capaz de exigir a sus líderes decisiones responsables.
La ciencia ha dejado meridianamente claro que las consecuencias de un conflicto nuclear trascienden las fronteras y generaciones. A medida que el mundo enfrenta desafíos globales como el cambio climático y las pandemias, la cooperación internacional y el desarme nuclear real deben convertirse en prioridades indiscutibles. Porque, en última instancia, la guerra nuclear no es un "juego final", sino el inicio de un abismo del que probablemente no podamos regresar.
Quizá viene siendo hora de prestar atención a Casandra.