Menos de una semana antes había participado en una jornada organizada por el grupo L’Oréal, destinada a la sostenibilidad en un holístico sentido del concepto, su Citizen Day. Ese día, sus colaboradores estaban llamados a trabajar de otra manera, dedicados al voluntariado.

Ese día, se habían unido a dos fundaciones, Ande y Prodis, para realizar tareas de reforestación en la localidad madrileña de Villabilla. Plantaban pinos, construían casas nido y lo hacían los empleados junto a personas de capacidades diferentes.

Allí donde se trataba de recuperar el ecosistema, allí donde su ayuntamiento creará un aula de investigación para comprobar los resultados medioambientales de esa replantación en una zona más bien fabril, hacía acto de presencia la emoción de aquellos que tenían la oportunidad de convivir siquiera por una horas con quienes viven más bien encerrados en sí mismos, en su día a día, en sus problemas y angustias, cada uno en su propio nido de capacitaciones y clasificaciones racionales.

Allí, en aquella jornada vibraban emociones y yo fui tocada por su barita. Porque a su Citizen Day invitaron a dos personas ajenas a la empresa, y yo fui una de ellas, y tuve la ocasión de abrazar a la otra en un reencuentro tras los desencuentros que a veces propicia la vida laboral. De repente el día del ciudadano se había convertido en un día de acción de gracias, él y varios que le siguieron propicios para las reflexiones.

Menos de una semana antes, en un coche de ida y vuelta a Villalbilla, habíamos hablado mucho de la guerra y sus consecuencias, de los martirios personales, de las pérdidas, del dolor. Habíamos hablado del miedo a lo desconocido. También del entrenamiento al que nos había sometido la pandemia, en virtud del cual sabíamos que un día nos despertábamos en libertad y al siguiente nos encerrábamos en una ceremonia colectiva de temor.

Quien más quien menos hacía tiempo que había sufrido algún episodio de cambio radical en sus vidas en un minuto, en un segundo. Pero aquella transformación vivida socialmente al unísono había sido pavorosa, aleccionadora, transformadora. De nuevo, la emoción.

Menos de una semana antes me había hecho un gran trasquilón en el pelo, de difícil solución, por cierto, para participar en un vídeo viralizado por MAGAS IN de EL ESPAÑOL. Como miles de mujeres en el mundo, denunciábamos la falta de libertad de las iraníes, especialmente en solidaridad con ellas tras el asesinato de Masha Amini, detenida por llevar mal colocado el velo. Volvería a hacerlo. Más emociones.

Fue entonces, menos de una semana después cuando aparecieron aquellas imágenes de refugiados junto al río Evros, insultados, con sus cuerpos y sus almas desprovistos no solo de derechos, sino incluso de ropa, vejados, desnudos, aún más abandonados a su suerte que de costumbre. Entre griegos y turcos andaba la pelota de la responsabilidad rebotando, ignominiosa, lúgubre, sin vergüenza.

Esperaba escuchar la palabra perdón por parte de algún mandatario. Pero no llegaba ni ha llegado cuando escribo estas líneas. Como si la emoción hubiera hecho mutis por el foro de este drama generalizado que estamos viviendo sin necesidad de subir un telón permanentemente abierto.

Fue entonces, también, el mismo día, menos de una semana después, cuando escuché repetida, machaconamente la palabra emoción, precisamente referida a un actor, pero devenido político, Zelensky. Fue durante la presentación del libro Método Zelensky. Cómo liderar desde la emoción, escrito por el periodista Julián Reyes, organizada para alumnos de CIS University por su presidenta, mi querida María Díaz de la Cebosa.

El autor explicó algo que ya sospechábamos quienes le escuchábamos: las altas capacidades del presidente para conectar no ya con su maltratado pueblo ucranio, con sus conciudadanos, con sus votantes, sino con el mundo en general son fruto de su método de trabajar las conexiones liberadas por la emoción.

Nos recordó algo que seguramente sabíamos muchos de los presentes, y es que antes de que la razón actúe la emoción decide. Nos contó la importancia de encontrar las palabras adecuadas para impactar en el otro, por cierto, menos de 24 horas después de que quien esto escribe tuviera una sesión de coaching en esa misma dirección.

Fue esclarecedor ver de nuevo el vídeo gracias al que probablemente cambió la suerte del liderazgo del presidente ucranio, cuando se rumoreó que había abandonado el país y él mismo y su equipo de Gobierno se comunicaron por redes sociales con el mundo, en una reacción ejemplarizante.

Estaba donde había que estar y con quien debía estar. Más allá del banal uso del concepto y la palabra follower, lo cierto es que Zelensky había logrado en menos de un mes ser el segundo líder más seguido en Instagram, con 16,8 millones de seguidores cuando escribo este artículo.

Su método sirve para demostrar la diferencia entre la autoridad y la autoritas, generada esta gracias a la ejemplaridad, a la credibilidad, a las acciones. Y ello es importante en cualquier estadio de la vida, de las relaciones familiares, de amistad o laborales.

Su método sirve para dirigirlo a la comunicación, como es su caso, para tocar con la emoción y la empatía siempre a las audiencias —léase personas— buscando su implicación y motivación, una comunicación que Reyes califica “de luz”. Una luz que desearía útil para poner fin a la guerra. Una luz que vi en una frase del propio Zelensky: “Ser el líder del mundo hoy es ser el líder de La Paz”.