En los últimos meses, no paro de preguntarme si vivo donde quiero, si soy feliz donde vivo. En realidad, creo que vivo donde quiero y soy feliz donde vivo pero, recientemente, me he visto obligada a cuestionarme si mi ciudad tiene la calidad de vida que necesito.
No es un cuestionamiento que haya nacido espontáneamente de mí, sino que me he visto en la necesidad de darle existencia para dar respuesta (defenderme, en ocasiones) de todos aquellos conocidos que, recién mudados a su comarca originaria, me atirantan con sus consideraciones sobre la importancia de vivir en un lugar con calidad de vida, sea lo que sea que eso signifique.
De esta manera, si le he dedicado ya un tiempo de reflexión previo, puedo, espero, salir indemne de la situación esbozando algún argumento con el que justificar que, por el momento, estoy bien donde estoy.
Incluso, si me pilla en un día lucido, podría atreverme a desarrollar que, en realidad, a mí me parece mucho más interesante vivir en una ciudad vibrante, donde las cosas "pasen", que en un lugar con un aire muy limpio pero carente de oportunidades de progreso.
Pero para esto, insisto, me tendrían que pillar en un día bueno porque la mayoría de las veces ni yo misma lo tengo claro.
¿Qué es en realidad la calidad de vida? La biblioteca demuestra que no existe una definición única del concepto.
Acercándonos a la más institucional, la de la OMS, podemos definirla como la percepción que tiene un individuo de su posición en la vida en el contexto de la cultura y los sistemas de valores en los que vive y en relación con sus objetivos, expectativas, normas y preocupaciones.
Este organismo añade aquí un componente subjetivo: no se trata tanto de las circunstancias que nos rodean, sino de cómo percibimos esas circunstancias.
Decía Angus Campbell, profesor de psicología y sociología de la Universidad de Michigan (Estados Unidos) tras haber dedicado parte de su tiempo al estudio del tema que nos ocupa, que el mismo era "complejo y de difícil definición operativa".
Sin embargo, a pesar de su reconocida complejidad, todo el mundo parece tener una opinión clara sobre el concepto. Pues bien, yo no tengo tan claro qué hace que un lugar tenga calidad de vida.
Y, a veces, tampoco tengo claro dónde me conviene vivir, si es que respecto del lugar donde uno vive se puede presumir cierta elegibilidad.
Para avanzar en esta reflexión, ojeo el último ranking de habitabilidad publicado por The Economist que, curiosamente, no incluye entre los indicadores que le sirven de base para su análisis (estabilidad, atención sanitaria, cultura y entretenimiento, educación e infraestructuras) la naturaleza.
Me sorprende ya que, a estas alturas, el consenso aquí es claro: enormes beneficios para nuestra salud. Desconozco las razones de la no inclusión en dicho ranking, pero, desde luego, yo le otorgo el reconocimiento que merece en el mío.
Quizá por lo anterior, siento una comedida atracción por el concepto SlowCity, derivada más moderna del anterior concepto CittaSlow nacido en Italia a finales de 1999, derivado, a su vez, del concepto SlowFood en el que no me detendré ahora para evitar desvíos innecesarios, pero del que se puede intuir la conexión con el que sí que nos ocupa.
La propuesta SlowCity no pretende otra cosa que poner en valor la vida en determinadas ciudades que siendo muy diferentes entre sí y estando ubicadas en cualquier parte del mundo, tienen en común un número de habitantes contenido y el hecho de que se dirigen a garantizar (o cuanto menos intentar, lo que ya es mucho) cierta calidad de vida en sus vecinos apoyándose en criterios de muy diversa índole, pero donde los de sostenibilidad se alzan como claves.
En otras palabras, ciudades de ritmo lento, generalmente abiertas al mar, en las que sin saber muy bien si por lo uno o por lo otro, uno se encuentra más sosegado.
Quizá sea esto lo que me encuentro buscando. Acérrima defensora del atractivo de las grandes metrópolis (Madrid, en particular) no puedo evitar mostrar cierto hartazgo reciente.
Quizá achacable al aumento del coste de vida, a la (ingrata) dificultad de accesibilidad a la vivienda, a la creciente delincuencia e inseguridad, o simplemente a mi cambio de ciclo vital, empiezo a no encontrar tan cómodo un lugar tan conveniente.
Intuyo que no soy la única voz en este sentido. Madrid, tras una evolución latente y (casi) inadvertida, se encuentra ahora en pleno auge, pero, precisamente, es ahí, en dirigir oportunamente este "reventón" donde se encuentra el desafío.
Hay también quien dice que, en realidad, la ciudad no ha cambiado con los años en términos esenciales, sino que "únicamente se ha convertido en lo que siempre ha sido, pero más plenamente". El tiempo lo aclarará.
Volviendo al movimiento SlowCity, pienso que quizá el peaje que hay que pagar por vivir una vida sosegada y en calma, como sugiere la propuesta, sea alto: menor oferta cultural y falta de oportunidades de progreso.
A las oportunidades de progreso, gran y controvertido tema, volveré luego, pero ahora, con respecto al peaje cultural, diré que quizá aquí, no estoy tan segura de querer asumir dicha renuncia.
En esta vida, tan mundana y pequeña, en ocasiones, cierta ilustración cultural me ayuda en la difícil tarea de cultivar mi espíritu. Algunos lo buscan en el yoga y la meditación. Yo lo busco y lo encuentro aquí. Así que no, quizá no esté dispuesta a renunciar a ello.
Quizá este elemento pueda, por sí solo, llegar a justificar la mitad del estratosférico coste de mi alquiler. Por fin, podría llegar a decir que, para mí, la calidad de vida sea eso.
Con respecto a las oportunidades de progreso, qué otro gran concepto de difícil definición. Qué es el progreso, y qué es la oportunidad, no queda ya claro para nadie.
Me planteo aquí lo mismo que se plantea Amélie Nothomb en Estupor y temblores –lectura indispensable, por cierto, para cualquier ejecutivo o proyecto de ello cuyos días transcurran en una planta muy alta de un edificio muy alto también, y que le valió el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa en 1999–.
Quizá y solo quizá, ya no me interesen las oportunidades de progreso, quizá estas vengan anexadas a una innegociable pérdida de calma y sosiego, como si las unas sin la otras no pudieran existir.
Quizá prefiriera mantener mi persona en barbecho, regalándome el beneficio de un trabajo útil, humano, sencillo y bien hecho y, después, disfrutar de mi vida.
Esta mentalidad, convertida ahora en tendencia bajo el nombre de Quiet ambition, nos da una idea de lo adelantada a su tiempo que fue Amèlie.
Me gusta la propuesta e intentaré aplicarla, aunque algo me musita que no sé si seré capaz. Quizá no vaya en mi esencia. Quizá, en realidad, sea mi más pura esencia.
*** Regina Mozo de Rosales Jauregui es Abogada senior mercantil, gobierno corporativo y contratación.