José María Lassalle
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Washington sufre una tempestad populista que pone a prueba la solidez republicana de la Constitución de 1787. Esta ya aguantó en 2017 el duro embate que supuso el primer mandato de Trump. Incluso encajó el golpe de Estado que urdió aquel con el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021. ¿Podrá ahora resistir el impacto de un tercer asalto populista tras su regreso a la Casa Blanca?

La pregunta es trascendental, y no solo para Estados Unidos. La viabilidad de la democracia liberal en el mundo pasa porque perdure donde nació bajo su diseño moderno en 1776, algo que está seriamente comprometido por la convergencia de fuerzas que asisten al populismo de Trump en el que va a ser, sin duda, el mayor pulso que librará este en los próximos años contra la Constitución norteamericana.

A priori, las posibilidades de que el sistema institucional colapse son muchas. No tanto porque su diseño no tenga capacidad de respuesta, sino porque la suma de activos tóxicos que puede arrojar sobre él la Administración Trump es muy poderosa.

Recordemos que el impacto de las agresiones sufridas durante el periodo 2017-2020 no fue sanado adecuadamente por el expresidente Biden. A ello contribuyó, sin duda, que la agitación trumpista siguió minando la solidez de las instituciones republicanas al emplear una estrategia sistemática de descrédito impulsada por la plataforma MAGA a través de las redes sociales.

Con todo, el mayor problema que tiene ante sí el dique de la Constitución americana ante el golpe del poderoso tsunami populista que empieza a ejercer su presión sobre ella es que Trump ha regresado a la Casa Blanca con la experiencia que no tuvo la vez anterior y una hoja de ruta.

Ahora conoce muy bien el funcionamiento de Washington y trae consigo un programa de acciones populistas orientadas todas ellas a demoler el sistema constitucional. Un propósito para el que Trump cuenta, además, con la ayuda del control que tiene sobre las dos Cámaras del Congreso durante los dos próximos años.

En ellas, el partido republicano carece de personalidades relevantes capaces de oponerse a sus iniciativas. No olvidemos que el Grand Old Party de Lincoln ha sido sustituido por MAGA, una opa corporativa que va de la mano de la irrelevancia de los demócratas, que siguen en estado de shock tras la derrota de Kamala Harris e incapaces de definir una estrategia de oposición coherente frente a las iniciativas del nuevo presidente.

Los dos años que Trump tiene por delante antes de la Midterm Election de 2026 son esenciales para sus objetivos de demolición constitucional. Se juega todo su proyecto en este periodo.

Aquí son determinantes la estructura federal de la unión y el hecho de que hay 27 gobernadores republicanos y 23 demócratas, así como legislativos federales que están en manos alternativas de unos y otros. Instancias todas celosas a la hora de ejercer las competencias que los estados tienen asignadas constitucionalmente.

Hablamos de que, por ejemplo, estados como California, Nueva York o Míchigan, los tres demócratas, tienen, como los 47 restantes de la unión, competencia básica para desarrollar políticas sobre seguridad, salud, asistencia social, educación, derecho laboral o mercantil, entre otras.

Esta maraña de complejidad competencial hace que las iniciativas de Trump sean susceptibles de oposición federal y judicial, siendo esta última decisiva, pues los jueces y tribunales de distrito pueden recurrir las iniciativas presidenciales y paralizarlas.

Ilustración.

Ilustración. OEI

Y, aunque el Tribunal Supremo está bajo control de Trump, los jueces y tribunales son plenamente independientes en el ejercicio de su potestad jurisdiccional, circunstancia que blinda la Constitución, que es muy militante a la hora de garantizar de facto la separación de poderes.

Y es que la Constitución norteamericana fue pensada para controlar de manera fáctica el poder y evitar que se saliera de sus ejes institucionales. Pero, sobre todo, articuló unos mecanismos de control y equilibrio múltiples dentro de un ecosistema de interacciones de contrapoder que buscan impedir la arbitrariedad; especialmente, la que resulta de que el pueblo se haga mayestático a través de las urnas y la que surge del liderazgo presidencial cuando siente la tentación monárquica de hacerse irresistible.

Aquí, la experiencia colectiva sufrida en carne propia por la vesania de Jorge III influyó en el texto. Recordemos que los artífices teóricos de la Constitución la pensaron con una mirada republicana que bebió de la tradición romana y del balance que se daba en ella entre la auctoritas aristocrática y la potestas popular. Un balance que moderaba el poder del pueblo y que lo sometía a una legitimidad superior que sancionaba su ejercicio conforme a unas reglas que embridaban su tendencia al despotismo.

Tanto Adams como Jefferson partieron de estas premisas, hasta el punto de que plasmaron institucionalmente las reflexiones que habían estudiado de Cicerón, Tito Livio, Salustio o Polibio. Autores todos ellos que, además, abordaron sus tesis llevados por la observación presencial en unos casos y, en otros, por la memoria histórica de la crisis de la república y su colapso.

Lo reconoce expresamente Adams en A Defense of the Constitutions of the United States of America (1787). En ella señaló que la ley de leyes aprobada por el pueblo americano recogía la experiencia política del pasado de Inglaterra y Europa y tenía como fin superior evitar la corrupción del poder, entendida como desvío de su recto propósito, que pendía como una tentación tanto en los gobernantes como en los gobernados.

Por eso, el modelo político establecido por la Constitución es un gobierno mixto federal. Persigue un punto de equilibrio entre las fuerzas funcionales que ejercen los poderes judicial, legislativo y ejecutivo, y se traduce en evitar el predominio de alguno de ellos sobre el resto.

Este propósito se encuentra, además, trasversalmente ahormado dentro de un encapsulado federal que, a su vez, reproduce por cada estado de la unión los poderes mencionados y los replica en una escala menor sobre una base condal que descentraliza aún más el modelo.

El desenlace final es un ecosistema de poder complejo que, como advertía Jefferson, impide la tiranía de uno sobre todos, de pocos sobre muchos o de muchos sobre pocos. Una filosofía militante en favor del control del poder que se activa especialmente cuando este, como es el caso, no quiere gobernarse por las reglas dadas y pretende modificarlas para romper los equilibrios y concentrar su fuerza de manera irresistible.

En resumen, un ecosistema de poder al servicio de un gobierno mixto que hasta ahora nunca ha colapsado porque se chequea constantemente, entre otros motivos, porque las mayorías en el Congreso están expuestas cada dos años a renovación parcial, en la confianza de que la sociedad norteamericana reaccionará electoralmente si una tentación tiránica aflorara de la mano del ejecutivo o del propio legislativo.

Ilustración de dos manos haciendo un puzle con la bandera de Estados Unidos.

Ilustración de dos manos haciendo un puzle con la bandera de Estados Unidos. Roman Samborskyi Shutterstock

De ahí que la vieja Whig Nation, que, según Adams, fue fundada en 1776, siempre tendrá recursos electorales que activen y actualicen el compromiso con la libertad republicana en la que se fundó.

Entre otras cosas, porque siempre perdurarán reductos de poder que, aunque residuales, tendrán capacidad de respuesta institucional para evitar una concentración absoluta de poder que hiciera colapsar el sistema. Así ha sucedido desde 1787 y no hay por qué dudar de que suceda ahora también.

Solo hay una circunstancia hoy que no se ha dado antes y que podría cambiar las cosas radicalmente: que Estados Unidos entrase en una guerra. Entonces Trump vería reforzado su poder ejecutivo hasta convertirse legalmente en un dictador, que es lo que prevé la Constitución estadounidense al inspirarse en la práctica institucional de Roma cuando establecía, si la república estaba amenazada, que el Senado resignase su auctoritas y las magistraturas su potestas para concentrarlas temporalmente en las manos de un dictador que, con plenos poderes, salvara a la patria del enemigo exterior.

Así, en caso de guerra, Estados Unidos atribuiría al presidente Trump el estatus de un caudillo militar que, al controlar el Congreso, no tendría que rendir cuentas ni deponer su poder excepcional mientras no se lo demandasen las Cámaras. Por tanto, la presidencia, mientras durase el estado de guerra, transformaría el gobierno mixto en una monarquía republicana que podría canalizar todas las energías nacionales al fin último de la seguridad nacional.

En este supuesto excepcional, la Constitución se volvería con Trump contra ella misma. Pues, siguiendo el ejemplo del general Washington y el poder que ejerció durante la guerra de la Independencia, fusionaría la presidencia y el mando militar, pero sin que el Congreso tuviera de facto capacidad de control sobre él.

Un fenómeno que en 1787 se explicaba ante la amenaza que el Imperio británico ejercía desde el vecino Canadá y que justificaba la primacía del valor de la seguridad nacional frente a cualquier otro, pero que ahora podría ser el principio que se llevara por delante la propia Constitución y transformara Estados Unidos en una tiranía.

Si estallara una guerra en el mar de la China, ¿controlaría el Congreso a Trump? ¿Le exigiría rendir cuentas o le permitiría, mientras hace la guerra, aplicar el programa populista de MAGA que, inspirado en la Ilustración Oscura de Nick Land o Mencius Moldbug, no esconde que desearía convertir Estados Unidos en una monarquía empresarial gobernada por un CEO con plenos poderes?

La sombra de la camarilla pretoriana de Silicon Valley en el despacho oval no es un buen augurio. La lucha por la supremacía tecnológica a través de la IA es una pugna económica por la hegemonía global que los padres de la Constitución americana nunca pensaron.

Esperemos que el peso de la tradición y la memoria histórica que está todavía en el ADN de la nación Whig se resista al futurismo aceleracionista de los tecnolibertarios que acompañan la aventura cesarista de Trump.