Llevo varios días buscando un tema científico interesante y pegado a la actualidad para contarte. Las revistas científicas especializadas que suelo leer han publicado sesudos artículos con trabajos profundos y áridos que, a veces, son complicados de traducir para el gran público. En apretado resumen: nada me convencía para volcarlo en esta columna.

Tuve la intención de contarte algo sobre el llamado 'gen gay' para entrar en resonancia con la semana del orgullo LGTBIQ+, mas su hasta ahora inexistencia haría de mi columna una réplica de otras muchas que hemos leído en el pasado.

También pensé en abordar un estudio reciente sobre las abejas polinizadoras, algo que le encantaría a la persona con quien comparto mis noches, pero tampoco me convencieron los datos del trabajo publicado. Otra vez será.

En una cuerda diferente busqué información caliente sobre la desaparición de los megalodones por aquello de los recientes avistamientos de tiburones cerca de las costas españolas, pero tampoco me enamoró el tema más allá de aprender que su nombre científico –Otodus megalodon– significa diente grande.

Es probable que las temperaturas tan altas –las atmosféricas y las políticas– estén haciendo mella en el entendimiento y el entusiasmo, no lo dudo: estamos en pleno verano y a unos días de las elecciones generales.

Entonces, algo me llamó la atención.

En las últimas semanas, la temperatura de la superficie del mar en algunas zonas del Atlántico Norte ha alcanzado niveles nunca vistos. "¿Otra vez hablando del cambio climático?", dirá aquel fiel lector que pernocta por Kansas City.

Lo cierto es que el calentamiento anómalo se está produciendo en una amplia franja que cubre un tercio del océano Atlántico hacia el oeste, desde la costa noroccidental de África. De hecho, los datos de los satélites revelan que algunas aguas superficiales de la zona están casi 4 grados Celsius por encima de lo normal para esta época del año.

Siendo estrictos: el 10 de junio, la temperatura media de la superficie del mar en la porción del Atlántico que se extiende desde el ecuador hasta los 60 grados norte –hasta el sur de Noruega, el sur de Groenlandia y las porciones centrales de la bahía canadiense de Hudson– era de 22,7° C. Es decir, un grado más que la media registrada entre 1991 y 2020. El récord anterior para la misma fecha fue de 22,1° C y tuvo lugar en 2010.

Los meteorólogos confirman que las aguas de este año, más cálidas de lo normal, podrían contribuir a reforzar las tormentas que se forman en el Atlántico oriental y que acaban generando huracanes.

¿Por qué ocurre?

La respuesta no es definitiva, aunque se barajan algunas posibilidades.

Una de las probables causas puede ser la escasez de polvo del Sáhara. Sabemos que, de vez en cuando, grandes cantidades de polvo del desierto del Sáhara atraviesan el océano. Estas son transportadas por los vientos que provoca un sistema de alta presión denominado 'alta de las Azores'.

En fechas recientes, este sistema de altas presiones se ha debilitado y desplazado hacia el suroeste, alejándose de África. Dicho de otra forma: los vientos que normalmente levantan y transportan el polvo sahariano hacia el oeste sobre el Atlántico Norte están más calmados. Como resultado, la radiación solar que normalmente sería dispersada de vuelta al espacio por el polvo llega a la superficie del océano y lo calienta.

Otra posible causa es algo que puede sorprendente: hay menor contaminación atmosférica. No, no he devenido un negacionista del cambio climático, ni un procontaminación. Pero las evidencias científicas son las que son y no las que nos gustaría que fuesen.

Me explico: en 2020 entraron en vigor nuevas normas sobre emisiones para los barcos portacontenedores de largo recorrido que emiten gases de escape ricos en sulfatos. En este sentido, se especula con la posibilidad de que una menor contaminación provoque un mayor calentamiento.

Al haber menos porciones de polvo de sulfatos que dispersan la luz solar hacia el espacio, llega más radiación a la superficie del mar, calentándolo. Un efecto inesperado que tendríamos que poner en una balanza con el beneficio que tiene evitar esa contaminación.

Cabe destacar que algunos estudios sugieren que el 'efecto de enfriamiento' producido por esa contaminación los barcos puede ser menor de lo calculado. Los gases de escape no sólo tienen una vida corta, sino que los contaminantes pueden hacer que las nubes naturales se evaporen más rápidamente, provocando así un calentamiento, no un enfriamiento.

Otra posible explicación está en la vuelta de El Niño –el fenómeno climático que tiene como consecuencia la subida de las temperaturas del mar a lo largo del ecuador–.

Sea cual sea la causa, el hecho es palpable y puede traernos una consecuencia a corto plazo: las aguas inusualmente cálidas del Atlántico Norte tienden a reforzar los sistemas tormentosos que más tarde se convertirán en depresiones tropicales y luego en huracanes.

¿Qué ocurrirá?

Lo veremos próximamente. Mientras tanto, seguimos con este calor asfixiante y los rifirrafes entre quienes optan a conducir el futuro de la nación. ¿Por cierto, han hablado de qué plan tienen para el desarrollo científico de España los candidatos a dormir en La Moncloa los próximos cuatro años?