"Quince mil muertos por 5.760 minutos de fútbol. Vergüenza", rezaba una pancarta en el estadio Allianz Arena del Bayern de Múnich hace ya varias semanas. Una escueta frase que resume sin paños calientes las trágicas consecuencias de la elección de Qatar como sede de la Copa del Mundo de Fútbol 2022.

Cuando el 2 de diciembre de 2010 se anunció que este pequeño emirato del golfo Pérsico albergaría uno de los eventos deportivos más importantes del planeta, comenzaron las dudas. ¿Por qué ha sido elegido un país de apenas dos millones y medio de habitantes, sin ninguna tradición futbolística, sin las infraestructuras necesarias para acoger un evento de esas características y con temperaturas veraniegas que llegan a los 50 grados?

Y lo que es mucho más grave, ¿por qué se concede ese privilegio a un Estado regido por la monarquía absoluta de la familia Al Thani, que no respeta los derechos humanos más elementales, que somete a las mujeres a las decisiones de sus tutores varones, que condena a los homosexuales con penas de cárcel y que explota a los trabajadores, dos millones de personas de los que un 95% son inmigrantes?

Con estas credenciales, el hecho de que el triunfo de Qatar estuviera rodeado de sospechas de corrupción, sobornos y espionaje (algo que no pudo demostrarse) casi era lo de menos.

La FIFA prefirió mirar para otro lado y dejarse deslumbrar por el brillo de los petrodólares de un Estado que posee la tercera mayor reserva mundial de gas natural y tiene la mayor renta per cápita del planeta. Un poderío económico que le permitiría trazar un programa contrarreloj de construcción que, en sólo una década, incluye siete estadios de fútbol, un nuevo aeropuerto, numerosos hoteles y carreteras, vías de ferrocarril, un sistema de transporte público y hasta una nueva ciudad en pleno desierto, Lusail, que albergará la final del mundial.

Una megalomanía con efectos devastadores. Porque más de 7.000 trabajadores de la construcción, hombres jóvenes de entre 25 y 35 años, casi todos inmigrantes provenientes de Nepal, India, Pakistán, Bangladés y Sri Lanka, han perdido la vida poniendo en pie estas lujosas infraestructuras. Estadísticas que se imaginan mucho peores porque, entre otras cosas, no recogen las muertes de ciudadanos de países como Kenia o Filipinas.

Cifras que, en ningún caso, son aceptadas por las autoridades qataríes, que apenas reconocen unas decenas de fallecidos por "causas naturales".

Pero lo cierto es que detrás de ellas se esconden unas condiciones laborales inhumanas: jornadas extenuantes expuestos a altas temperaturas que conllevan ataques cardiacos y otros accidentes fatales, sin las más mínimas medidas de seguridad y sin posibilidad de asistencia médica, con mala y escasa alimentación y en unas condiciones de alojamiento muy deficientes. Un cúmulo de desgracias que también disparan las tasas de suicidios.

A todo esto hay que añadir un modelo de contratación y una legislación que convierten a los trabajadores en semiesclavos. El llamado kafala, un sistema que obliga a los trabajadores a tener un patrocinador local (generalmente su empleador) que es responsable de su visado y estado legal. Lo que se traduce en una dependencia absoluta de la voluntad del patrón para cambiar de empleo o, debido a la confiscación del pasaporte, para permanecer o salir del país.

Las deudas contraídas con las agencias reclutadoras para conseguir un trabajo (un empleado puede llegar a pagar 3.500 euros por lograr una ocupación que le proporcionará un sueldo mensual de 285 euros), el impago o el retraso en abonar los salarios y la ausencia de derechos elementales como la huelga o la filiación sindical no hacen más que agravar la situación.

Hay que reconocer que en los últimos años, ante la presión ejercida por diversos organismos internacionales de derechos humanos y el tibio accionar de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y otras organizaciones, Qatar ha emprendido teóricas mejoras en su legislación laboral. Incluso el presidente de la FIFA, Gianni Infantino, se atrevió a afirmar que "el Mundial de Qatar 2022 ha sido una oportunidad única para llevar a cabo reformas duraderas en el país".

Pero, desgraciadamente, la verdad es que los problemas estructurales no se han resuelto y la realidad de los trabajadores apenas ha cambiado. Los gestos de Qatar son tan mediáticos y de cara a la galería como las pancartas que se dejan ver en los estadios de fútbol o los brazaletes multicolor en apoyo al colectivo LGBTIQ+.

*** Guillermo Whpei es presidente de la Fundación para la Democracia Internacional y de la Federación Internacional de Museos de Derechos Humanos (FIHRM).