Hace una semana, el sábado iba avanzando con esa pasmosa velocidad que caracteriza los días de asueto. Teníamos entradas para el cine, pero, para seguir fiel a la moderada vigorexia que impregna a un porcentaje alto de la población, decidimos hacer una sesión rápida en el gimnasio previa a la sala oscura… “Un poco de piernas y listo”, pensé. 

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Entonces sobrevino el punto de inflexión, ese instante en que la vida nos cambia el rumbo y lo planificado deja de ser el futuro inmediato. Un movimiento en falso junto a un aparatoso estornudo transformó mi tarde de sábado y, probablemente, las semanas y hasta meses venideros.

Un dolor tremendo en forma de latigazo eléctrico que des-configura el cuerpo me hizo perder la estabilidad y pude evitar el suelo por la presencia cercana de un amigo y mi pareja.  

Entonces, la ambulancia que no podía llegar por el tumulto ciudadano del navideño Madrid, la imposibilidad de cualquier tipo de movimiento, la preocupación por la incertidumbre y el dolor, mucho dolor, fueron los protagonistas de esos 120 minutos —insoportablemente largos— que separaron el punto de inflexión de la primera inyección que posibilitó mi traslado al hospital. 

Varias horas y muchos calmantes después tenía el veredicto: desplazamiento de una vértebra lumbar, rotación de otras tantas y contractura bestial de cuanto músculo conforma mi espalda… y todo ello lleva a un punto común: el dolor. Pues, hablemos de ello. 

Aunque te parezca lo contrario, el dolor es un importantísimo fenómeno fisiológico vital para la supervivencia que se ha conservado durante la evolución. Por supuesto, también es uno de los síntomas más frecuentes de trastornos patológicos y por ello su comprensión representa un reto científico.

Existen dos categorías básicas de dolor: el llamado dolor fisiológico, que tiene una función protectora —nos avisa—, y el dolor patológico, que puede tener un impacto negativo en la calidad de vida en el contexto de diferentes enfermedades.

El primero que te he mencionado, el fisiológico, suele ser agudo. Es una especie de señal de aviso que nos dice que algo o alguien nos agrede. Por el contrario, el patológico suele ser crónico.

Si eres de los que te gusta una buena definición, la Asociación Internacional para el Estudio del Dolor lo define como "una experiencia sensorial y emocional desagradable asociada o similar a un daño tisular real o potencial".

¿Cómo ocurre?

Cuando alguna parte de nuestro cuerpo sufre una “agresión” se activa un proceso que se denomina nocicepción. A ello nos referimos para describir una acción sensitiva del sistema nervioso central y periférico producida por la estimulación de las terminaciones nerviosas especializadas llamadas nociceptores o receptores del dolor. Ellos responden a los cambios por encima de un umbral de factores de naturaleza química, mecánica o térmica.

Más, sigamos con los nociceptores. En muchas ocasiones estos elementos se consideran como traductores del dolor. Son capaces de detectar --el término más exacto sería “sentir”-- la presencia de factores mecánicos, químicos y térmicos, es decir, estímulos capaces de provocar lesiones en los tejidos. 

Al superar ciertos umbrales, no siempre muy definidos, se activan las terminaciones nerviosas nociceptivas, generándose potenciales de acción transmisibles. En otras palabras, los nociceptores transforman un estímulo doloroso en un impulso eléctrico que se transmite al sistema nervioso. Luego de pasar por la médula espinal, finalmente, esta señal llega a la corteza cerebral donde se materializa la sensación de dolor.  

Dolor agudo versus dolor crónico

Una vez que te he comentado, a trazo gordo, las bases moleculares del dolor, es importante incidir en las diferencias, digamos macroscópicas, entre el dolor agudo y el crónico.

Tal y como te comenté al principio, el dolor agudo es una respuesta fisiológica a una lesión. Se caracteriza por ser muy intenso, de corta duración y con una función protectora. Este evento nos avisa al organismo de que algo no va bien y nos ayuda a tomar medidas para protegernos.

Por lo general está causado por lesiones físicas (fracturas, contusiones o quemaduras), algunas enfermedades agudas (infecciones, inflamaciones o trastornos digestivos) o cirugías y otros procedimientos médicos.

El dolor agudo suele desaparecer por sí solo a medida que la lesión se cura. Sin embargo, en algunos casos puede ser necesario recurrir a tratamientos farmacológicos o de fisioterapia para aliviarlo.

En cambio, el dolor crónico es un problema de salud pública que afecta a millones de personas en el mundo. Las principales causas son la artrosis, la migraña, los dolores lumbares y los cervicales. Este tipo de dolor puede causar problemas de movilidad y limitaciones en el día a día y su origen es multifactorial. 

Y es esto lo que te puedo contar desde un sofá, a la espera de que este dolor agudo ceda con la ayuda de antiinflamatorios y relajantes musculares. Fuera, dicen que Madrid hierve a pesar de la lluvia y el frío.