Albert Rivera, el líder del partido que menos votos obtuvo en las elecciones del 20-D de las cuatro grandes formaciones españolas, fue el gran vencedor del debate del 13-J. Después del mediocre papel que desempeñó en el encuentro televisivo celebrado en diciembre, el líder de Ciudadanos realizó una faena excepcional confirmando ante los telespectadores su gran virtud en este momento: que él y su partido son el factor que puede mejorar sustancialmente cualquier gobierno del PP o del PSOE. En el caso del PP, porque Rivera añade un perfil reformista al puro continuismo de Rajoy. Y en el del PSOE porque ofrece un horizonte y un rumbo a un Pedro Sánchez que transmite desorientación.

No es raro que Rivera sea el líder político que menos rechazo despierta entre los demás partidos. Ayer se confirmó que es el aliado ideal, aunque en el caso del PP, su invitación a que Mariano Rajoy reflexione sobre su continuidad, no sólo constituye una apuesta firme por la regeneración sino que puede convertirse en una línea roja insalvable.

La clave del éxito de Rivera estuvo en que entró con seguridad en todos los temas, interpeló tanto a izquierda como a derecha, expuso sus propuestas y arremetió con dureza contra Iglesias y contra Rajoy.

Rajoy, que comenzó el debate con muy buen pie porque se mostró muy sólido y convincente en el segmento económico, no logró superar el tercer bloque, dedicado a la Regeneración Democrática, donde fue criticado por Sánchez y Rivera. El ataque más punzante fue el de éste último y el presidente en funciones se mostró fuera de sí cuando Rivera le mencionó que había cobrado 343.000 euros en dinero negro. A partir de ahí, Rajoy quedó tocado y ya no volvió a recuperar el entusiasmo, movía la pierna nerviosamente y le costó volver a meterse en el debate, cosa que sólo consiguió cuando Sánchez e Iglesias cruzaron espadas por el tema catalán en el que se puso de perfil.

Al líder del PSOE se le vio desorientado al principio y tuvo sus mejores momentos cuando se encaró con Iglesias por no haber permitido que su propuesta de gobierno de coalición con Rivera saliera adelante y por el referéndum catalán. Repitió casi calcado el ataque a Rajoy por los casos de corrupción que le salpican personalmente, aunque evitó llamarlo “indecente”, como hizo en diciembre.

Quien no estuvo a la altura de las expectativas fue Pablo Iglesias. Precisamente el mismo día en que el líder izquierdista confesaba en una entrevista en El País que “Podemos no se explica sin la televisión, pero no sólo por la televisión”, el medio le ofrecía una magra recompensa a sus esfuerzos. El debate confirmó una extendida sospecha: que la fuerza comunicativa de Iglesias se disuelve como un azucarillo cuando se contrasta con una experiencia real o cuando alguien pone en evidencia que sus sueños hegemónicos no son más que meras pesadillas. Iglesias no cesó de ofrecerse al PSOE y eso le obligó a presentar un perfil menos beligerante. Pero no fue capaz de mostrarse eficaz en sus críticas a Rivera ni a Rajoy.