Los volcanes del Campo de Calatrava son trigo negro que regurgita la Historia. Entre trilobites, mares y descansos, la Tierra se desparrama en esta inmensidad de la Mancha, a donde acota su fin y llega la cruz de su orden. Un paseo por los volcanes de la llanura es una experiencia mística, a medio caballo entre la cábala y la geología. Uno puede datar en millones de años, pero llega un punto en que el infinito no cabe en los sesos. Este fin de semana acudí a Villamayor de Calatrava y pude comprobar la maravilla del Morrón, un volcán dormido cuya cantera es un museo de dinosaurios apagados. Puede irse hasta allá, caminar, ver, tocar, pasar las manos por el basalto y el cuarzo que fueron lava cuando ni la Biblia existía y emocionarse por el camino negro que va a una ermita de piedra sin más santo que los cañones de la gravera y el viento. Eso está aquí en la Mancha y se llama Campo de Calatrava.

Estuve en Lanzarote este verano y aluciflipé con la isla. Ni en sueños pensé que su paisaje me conquistaría y subyugaría tanto. Recorrí palmo a palmo su terreno sinuoso y las honduras que mecía el aire. Pregunté por qué a las viñas les ponían muretes de piedra y me contestaron que era para guardarlas del viento. Insistí en el terreno negro y duro del suelo y me dijeron que se trataba de volcanes. Me eché a llorar como manchego cuando probé los vinos que hacían con la malvasía, la variedad autóctona de allí. Lo hice porque me di cuenta en ese instante de lo agradecida que es la viña, que puede hendir raíces en cualquier circunstancia y crecer en diez mil adversidades. Al pisar la tierra y removerla con los pies, comprobé que el negro de los volcanes anidaba en su seno y volví a estremecerme pensando en la sien y el latido del Campo de Calatrava.

Lanzarote tuvo la suerte hace décadas de contar con un cráneo privilegiado que se llamó César Manrique. Él trabajó para que ese paisaje lunar de la isla, mecido entre lavas del tiempo y cráteres del infierno, permaneciera por siempre. Dar una vuelta por el Timanfaya es irse directamente a la Odisea 2001 de Kubrick y el asador de pollos en lo alto de la boca de los volcanes, el detalle chusco de la isla. Pero construyeron un tesoro de riqueza basado en la vulcanología. Y eso es lo que tiene que ver, apreciar y valorar el Campo de Calatrava.

Tras la erupción de la Palma, aprendimos que más de trescientos volcanes duermen bajo nuestros pies. La Diputación de Ciudad Real estudia y quiere hacer ahora un geoparque limitado, que sirva para valorar y calificar todo lo que aquello guarda. Que se fijen en Lanzarote, que viajen y vayan allá, porque encontrarán parte del camino hecho. Este fin de semana, el alcalde de Villamayor, Juan Antonio Calleja, uno de los parlamentarios más brillantes del Congreso de los Diputados, me invitó a verlo. Y me estremecí al contemplar la belleza ruda, salvaje, sin aditivos, gritando entre piedra y pulmón, que sale de entre las fallas de la tierra.

Si las columnas de Hércules sujetan la Península y tres mil años contemplan a Gades o Gadir, quién no nos dice que Vulcano no instaló su fragua bajo el manto de Calatrava. Cada vez que piso la Mancha con detenimiento, mi tierra, la tierra a la que siempre vuelvo, es como si la mirara con ojos nuevos, distintos. Los de niño, pasados por el velo de la vida y el conocimiento. Y concluyo que es un lugar mágico, tocado por la varita de los genios, que nos ha dejado en el labriego su natural heredero. Cuando habla la gente del campo es como si Delfos y su oráculo abriesen la boca. Pero el Quijote tenía razón. Algo de Merlín y encantadores debe haber por aquí cuando tenemos un mar bajo el suelo, cifrado del revés, con aguas que se estancan y ascienden contra la gravedad y la física. O caminamos sobre magma y volcanes igual que los faquires, sin atender a las cenizas que remueven la cuna del tiempo. Quizá fue aquí donde Quevedo escribió el polvo enamorado.

La Diputación debe perseverar en la idea del geoparque porque traerá riqueza, turismo, visitas. Las cenizas incandescentes del pasado mueven los corazones cansados de latir en este tiempo. Y las personas necesitan sensaciones nuevas, visitas de experiencia. La misma fragua de Vulcano en el Morrón sería un atractivo indudable para el público. O los géiser de Granátula dando vida y fuentes a la Naturaleza. Visto desde arriba, el volcán adquiere el nombre por la forma de su boca, unos labios grandes que parecen besar al cielo. Definitivamente, son besos de tornillo que prenden fuego de cenizas donde hierve la pasión que arrastra el tiempo.