No se sabe si la actitud del público de la plaza de toros de Las Ventas de Madrid tras la pandemia será algo pasajero, pero a uno le gustaría que durara. He estado dos tardes en Madrid y en las dos he tenido la impresión de que el público que llenaba la plaza era otro muy distinto al que acudía antes de la pandemia. Más amable, menos intransigente, más tolerante, más respetuoso con los toreros, menos dado al grito y si al comentario en voz baja con el vecino de asiento. En fin, un público más dispuesto a disfrutar y a ver la parte positiva de las actuaciones de los toreros que a recriminar la colocación ante el toro o a silbar a la primera de cambio.

Siempre que he ido a Las Ventas he tenido la sensación de que aquel recinto cambia por completo el carácter de los madrileños. Si hay una ciudad de España en la que uno se siente como en casa esa es Madrid. Allí nadie te pide el carnet de identidad. En sus bares, en sus calles, en cualquier lugar público de la capital uno siente que está en un lugar que no le es extraño y en el que podría vivir toda la vida. Madrileño es todo el que vive en Madrid y madrileño también es todo el que pasa por Madrid.

Y sin embargo, parece mentira que en cuanto el madrileño amable, cercano, que nunca pone barreras ni marca diferencias, pisa Las Ventas, cambia su carácter y se convierte en alguien exigente, intransigente y el mayor crítico negativo ante cualquier cosa que se mueva en el ruedo de la plaza y sus alrededores. Tardes ha habido, hace años, en los que uno se juró no volver a esa plaza por la sensación de amargura, de fracaso y de cabreo que tarde tras tarde se llevaba a casa. No había manera de pasar una tarde tranquila. Por mucho que me lo proponía acababa crispado por ese ambiente que acababa por reinar en toda la plaza.

Y el caso es que ese ambiente de intransigencia, de crítica feroz, de voces, protestas y algaradas era apoyado por muchos como la única forma de defender los derechos del espectador ante las imposiciones de la gente del toro y una manera de darle a Madrid un sello de distinción frente a los espectadores de plazas que tragan lo que les echen.

A mí esta plaza de Las Ventas tras la pandemia me ha gustado más. Da la impresión de que los aficionados de Madrid se han dado cuenta de la necesidad de gozar y no sufrir en un espectáculo único que añorábamos y que hemos visto más en peligro que nunca. Y no porque la actitud general de la plaza sea más calmada, menos crispada, más amable, el nivel de exigencia tiene necesariamente que ser menor.