Cada vez que veo al Ebro desbordarse y campar a sus anchas a lo largo de su curso me acuerdo de todos aquellos sesudos estudios ecológicos que decían que con el trasvase desde su curso bajo a Levante la tragedia y la muerte del río estaba servida. Lo único que siento es que inevitablemente las inundaciones traen consigo el goteo de unas cuantas muertes.

Lo del Ebro no es algo que ocurra por casualidad y cada treinta años. Es algo que sucede con la machacona insistencia de algo que sabemos que se volverá a repetir en muy poco tiempo, aunque muchos, cuando el agua de nuevo les llega a la cintura, se echen las manos a la cabeza y muestren sus caras de extrañeza como si se tratara de algo parecido a una erupción volcánica surgida en la plaza del Pilar de Zaragoza. Nadie quiere ver lo que es evidente. Dentro de tres, cuatro, o a lo sumo cinco años, se podrán hacer los telediarios con las mismas imágenes de estos días y veremos a la misma gente pidiendo soluciones y subvenciones a su desgracia.

No hace falta ser geógrafo para darse cuenta de que el Ebro, por su comportamiento en los últimos cien años, necesita un cauce mucho mayor para discurrir sin problemas. Tampoco que con ese grado de recurrencia el mapa de zonas inundables es solo un papel que nadie cumple y que nadie hace cumplir, y si no ahí están los edificios públicos en como zonas deportivas y equipamientos para dar ejemplo. Los agricultores y ganaderos que ahora ven como de nuevo una cosecha o unas instalaciones se anegan y se echan a perder no pueden alegar ignorancia. El Ebro tiene demasiada agua, su cauce histórico está invadido y nadie renuncia a seguir plantado allí. Por eso cada vez que las precipitaciones suben alrededor de los Pirineos o se produce un deshielo súbito el río lo demuestra con la misma cabezonería con que los habitantes de sus riberas se empeñan en llevarle la contraria.

Pero hablar de regular el Ebro, intervenir para buscarle otro destino a esa agua que arrambla machaconamente año a año, es una herejía según el catecismo de la nueva religión del progreso y la Naturaleza. No hay nada que hacer. El agua seguirá inundando campos y pueblos y los telediarios repitiendo la misma película.

A uno, la verdad, si no fuera por esas dos tres personas que con cada inundación acaban atrapados y ahogados en algún coche al cruzar un camino inundado, toda esta ceremonia de los hipócritas que piden ayudas, claman ante una desgracia que por lo visto nunca se imaginaron que podría producirse a pesar de la evidencia, le importaría un pimiento.