Vivimos una época de erosión democrática. Con la caída del Muro de Berlín, Occidente se miró al ombligo y se creyó imbatible: la democracia liberal había desafiado las amenazas del totalitarismo y había logrado asentar un modelo político y económico que garantizaba la prosperidad y la libertad.

El politólogo Zachary Elkins escribió en 2018 que la democracia constitucional alcanzó su periodo de máximo apogeo entre los años 2006 y 2011. Desde entonces, las tendencias iliberales y autoritarias han ido en aumento, hasta el punto de que el 70 % de la población mundial vive hoy en regímenes no democráticos.

El problema es que este proceso se está produciendo sin que la sociedad parezca darse cuenta. Es más, igual que el gran triunfo del capitalismo —como ha desvelado Byung-Chul Han en numerosas obras— consiste en que el ciudadano se explota a sí mismo mientras se cree más libre que nunca al hacerlo, el éxito de un gobierno autoritario radica en lograr que el votante le pida que lo sea.

Este proceso de regresión democrática se ha experimentado en numerosos países de un modo dramático y evidente; en otros, sin embargo, avanza a un ritmo lo suficientemente lento como para que la opinión pública no lo detecte. Es el caso de la España de Pedro Sánchez. Su proverbial pragmatismo le permite orillar cualquier convicción profunda para supeditarlo todo al único objetivo de la supervivencia.

Los más de siete años de Sánchez en Moncloa dejan un rastro preocupante de miguitas de pan: reforzamiento del poder ejecutivo frente al legislativo y al judicial —a los que se intenta orillar o presionar, según el caso—; colonización de las instituciones públicas con personas afines al líder supremo, capaces de derrocar las viejas barreras de control que sostenían nuestro tejido constitucional; utilización de los medios de comunicación públicos como baluartes de propaganda gubernamental; y un sinfín de derivas que revelan la incompatibilidad del presidente del Gobierno con los más elementales rasgos de la democracia liberal.

Pero, siendo todo esto gravísimo, lo más preocupante del sanchismo es su connivencia (y su dependencia estructural) con los elementos más radicales del mapa político español. Los votantes están cada vez más dispuestos a aceptar medidas de regresión democrática siempre y cuando perjudiquen a los ubicados en el otro lado del tablero.

La democracia no es una conquista inamovible. De hecho, hoy es la excepción. Parece que no queremos darnos cuenta de que no somos mejores que nuestros abuelos y de que la búsqueda del bien común es mucho más un proceso que un destino.