Hay cosas en este mundo que rozan el esperpento, y luego está Donald Trump soñando con recibir el Premio Nobel de la Paz. La sola imagen de él practicando su discurso de agradecimiento frente al espejo de la Casa Blanca resulta casi poética… si la poesía se escribiera con brocha gorda y en mayúsculas doradas.

Porque, seamos claros; no hay nada más contradictorio que un hombre que predica la paz mientras levanta muros, sube aranceles y amenaza con sanciones a todo aquel que no se arrodille ante su "América grande otra vez". Trump quiere el Nobel como quien quiere una medalla en un concurso de ego; no por mérito, sino por el placer de colgarse el trofeo y decir "yo gané" y de paso igualar a Obama.

Su política exterior parece diseñada por un vendedor de alfombras que intenta convencer al cliente a base de gritos. Amenaza, presiona, insulta y luego, cuando alguien cede, sonríe y dice "¿Ven? He traído la paz". No, señor Trump, usted no trae la paz: la compra, la vende y la revende según cotice en su mercado de intereses.

Si hablamos de inmigración, el retrato se vuelve todavía más grotesco. Trump es el maestro de los eufemismos de seguridad y prosperidad nacional. Y aún así, se atreve a autoproclamarse pacificador global. La ironía sería divertida si no fuera trágica. Un hombre que usa la fuerza y la intimidación como método de "diplomacia" y pretende que eso merezca el máximo reconocimiento a la paz. Ya saben, o aceptáis mis condiciones de paz o no dejo una piedra encima de la otra.

Pero la verdadera comedia negra surge con su política económica. Subir aranceles unilateralmente y presionar a aliados y rivales para que inviertan en Estados Unidos no es estrategia, es chantaje encubierto con corbata roja. Trump cree que la paz se mide en beneficios comerciales y en titulares que repiten su nombre, cuando en realidad es una política basada en la amenaza y la presión constante. ¿El Nobel de la Paz por eso? Absolutamente ridículo.

Incluso su propia narrativa parece escrita por él mismo. Todo lo que hace está diseñado para convertir un conflicto en un logro personal. Desde encuentros con líderes extranjeros hasta acuerdos que no resuelven realmente los problemas de fondo, cada gesto se convierte en una foto para Instagram y un argumento más para su ego. El Nobel de la Paz no premia la autopromoción, y ahí reside el núcleo de la tragicomedia en la que Trump confunde postureo con legado.

En el fondo, su obsesión por el Nobel revela lo que siempre ha sido, un político sin principios, pero con un insaciable apetito de reconocimiento. No busca la paz, busca el aplauso. No quiere reconciliar, quiere dominar. Y lo hace con la delicadeza de un elefante entrando en una tienda de porcelana diplomática.

Que sueñe con su Nobel, que practique su discurso y que se imagine el momento de subir al escenario. Pero que no olvide que la paz no se mide en titulares ni en selfies con líderes mundiales, sino en humanidad, justicia y respeto por los demás. Y en eso, el magnate que quiso comprar el mundo sigue estando en números rojos, más preocupado por su reflejo que por el bienestar global.

En resumen, Trump y el Nobel de la Paz forman un binomio imposible. Es como un boxeador pidiendo medallas por buena conducta mientras reparte puñetazos por el ring. La historia nos recordará que aspirar a la paz no consiste en proclamarla, sino en construirla, y que el ego no equivale a mérito, por mucho que se repita en mayúsculas.