De niños nos dijeron que lo importante era ser felices. Y lo creímos a pie juntillas. Pero al crecer descubrimos que la felicidad debía parecerlo, venderse bien y, a ser posible, envolverse en un eslogan pegajoso. La mujer del César no solo debía serlo, sino también parecerlo. Y qué pesada carga hemos llevado desde entonces.
Hoy la vida es branding —sí, gestión de marca, porque al parecer vivir ya no basta si no llevas logo y tipografía corporativa—. O lo construyes o mueres en el anonimato. Cuando escucho hablar a los más jóvenes me siento fuera de lugar: ya no se liga en cafeterías, ahora se hace match —léase: te aprueban como si fueras un producto en Tinder—. Ya no se viaja, se "genera contenido". Ya no se vive, se "posiciona" (como si fueras una web de Google). Todo tiene un precio, una estética, una estrategia. ¿La espontaneidad? Enterrada. ¿La imperfección? Borrada. ¿La verdad? Solo si lleva un buen filtro. Y díganme: ¿no es angustioso tener que vivir así?
Ahora hay talleres para todo: cursos para vender tu talento, apps que miden tu felicidad y hasta tus biorritmos, expertos en personal branding —o sea, en enseñarte cómo ser tú mismo, pero más comercializable—. En resumen: ser un cliché rentable de lo que otros esperan, no lo que realmente eres. No sorprende que, en la intimidad, las decepciones sean monumentales.
Nos han hecho creer que la autenticidad debe atravesar un funnel de ventas —ese embudo en el que entras como persona y sales como cliente—. Incluso el duelo se convierte en storytelling: contar tu tragedia con música de piano triste para que "genere emociones". Y si no tienes logo, biografía clara y engagement —es decir, que tus seguidores hagan clic en algo—, directamente no existes.
Y aquí estoy yo, que parezco no existir o mejor la viva estampa del siglo pasado. He estado días leyendo sobre todo esto y, a mis años, sigo sin entender nada, todo me hace sentir que es una cortina de humo. Solo quiero que mis hijos vivan una vida que no necesite marketing para ser valiosa. Que un abrazo sea el mejor retorno de inversión. Que la alegría no tenga precio y que el dolor no sea material promocional.
Quiero volver al tiempo en que la vida era real. Cuando las historias eran cuentos de abuelos y no Stories de Instagram. Cuando el valor estaba en el gesto, no en el feed (esa vitrina infinita que dicta tu importancia). Cuando un tomate del huerto valía más que mil seguidores.
Porque de mayores queríamos ser felices. Y nos acabaron vendiendo que, sin campaña detrás, esa felicidad no valía nada. Pero algunos todavía no pasamos por caja. Seguimos viviendo a pulmón, sin filtros, con alma.
Aunque no dé beneficios. Aunque, como escritora, estoy agotada: agotada de que la autenticidad se convierta en producto, de que un abrazo necesite traducirse en retorno de inversión, de que la ternura se contabilice como engagement. Cansa que la vida sea un funnel y el duelo un storytelling con piano de fondo. Cansa que hasta las lágrimas pidan un logo y un hashtag para ser visibles.
Yo quiero ser la mujer que ríe hasta romperse, sin miedo a pixelarse. La que escribe sin mirar el alcance ni los clics. La que ama sin KPI —esas siglas que reducen la vida a "indicadores clave de rendimiento"—. La que publica si le nace… y si no, que el silencio también tenga valor.
Porque mi vida no es content. Es carne, es piel, es contradicción. Y, aunque no salga en tendencia, prefiero seguir siendo humana.