Todavía hay quien baja la voz al decir que ha comprado algo en Wallapop. Como si confesara un pecado, como si hubiera robado un jarrón o un cuadro en el Museo del Prado. "Lo vi en internet, estaba nuevo, casi sin usar… pero claro, era de segunda". Y en ese "de segunda" parece esconderse una vergüenza heredada, como si hablara de segunda categoría, de segunda clase, de segundo plato.
Lo curioso es que esa incomodidad desaparece cuando hablamos de coches. Nadie esconde que ha comprado uno de segunda mano; al contrario, se celebra: "¡Menuda compra! ¡Te ha salido redondo!". Entonces, ¿por qué un coche usado sí, y una chaqueta, una lámpara o una mesa no? ¿Acaso un abrigo de segunda mano abriga menos?
La verdad es que comprar y vender de segunda mano no es una moda moderna ni una ocurrencia tecnológica: es una tradición vieja, sabia, profundamente humana. Antes de que la “economía circular” apareciera en campañas de marketing, ya estaba presente en los pueblos, en nuestras casas. Cortinas que cambiaban de ventana, juguetes que se envolvían en papel nuevo para sorprender otra vez, ropa que viajaba de primo en primo sumando kilómetros como un tren de cercanías.
Durante generaciones, entendimos que los objetos no solo servían, también tenían historias. Y esas historias se heredaban junto con ellos. Un mueble no era un mueble: era memoria. Una prenda no era solo abrigo: era compañía. Una herramienta no era solo metal: era confianza compartida.
Pero en algún momento nos convencieron de lo contrario. Nos vendieron la idea de que lo nuevo siempre es mejor, que estrenar es sinónimo de valor. Y olvidamos que lo verdaderamente valioso muchas veces es lo que ya ha vivido, lo que ya ha amado, lo que ya ha servido.
Como esa silla que sostuvo cenas familiares y hoy acompaña tus silencios. Como esa lámpara que iluminó los deberes de otro niño y ahora alumbra tu rincón de lectura, tu lugar especial para soñar y ser tú mismo. Como esa chaqueta que bailó en otra boda y hoy te abraza en la tuya. Como ese libro que pasó de mano en mano, con esquinas dobladas y subrayados distintos, y que aún hoy sigue sembrando sueños en cada lector.
Porque lo más bello de lo usado es que sigue sirviendo. Y, si lo pensamos bien, todos somos un poco de segunda mano: llevamos cicatrices, recuerdos, historias. Hemos cambiado de escenarios y de manos. Y seguimos teniendo valor. Quizá, incluso más.
Lo decía Antonio Machado: "Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar". Y también lo intuía Almudena Grandes cuando recordaba que las cosas, como las personas, "guardan memoria" y tienen la capacidad de sostener la vida de quienes las reciben después.
Nuestros abuelos lo sabían. En el campo, los aperos pasaban de unas tierras a otras como un testigo sagrado. Un arado, una hoz, un tractor: no eran posesiones individuales, eran herramientas compartidas. Nadie necesitaba estrenar para sentirse digno; lo importante no era poseer, era cosechar.
Hoy tenemos aplicaciones que facilitan el intercambio. Y eso está bien. Lo que no está bien es que todavía sintamos la necesidad de justificarnos. Que aún haya quien diga "lo compré de segunda mano" con la misma entonación con la que se admite una falta leve.
¿Y qué? ¿Acaso no es más sensato ahorrar que aparentar? ¿No es más honesto sacar pecho por encontrar una ganga, por darle una segunda vida a algo que aún tiene mucho que ofrecer?
Los números lo confirman: más del 55 % de los españoles entre 25 y 45 años ya compra en plataformas de segunda mano. Y no lo hacen solo por precio, sino también por conciencia. Porque en un mundo que se ahoga en basura y exceso, cada compra responsable es una pequeña victoria.
La verdadera revolución no es comprar más, sino devolverle dignidad a lo que ya fue. Recuperar la sabiduría de quienes entendían que las cosas, como las personas, no pierden su valor por tener historia.
Así que sacúdete la vergüenza. Levanta la cabeza. Y estrena con ilusión eso que alguien, un día, llevó a su casa con la misma alegría con la que hoy lo recibes tú. Porque el valor no está en el tique, sino en la vida que aún queda por delante.
Y quizá, en este mundo que consume sin freno, lo más revolucionario que podamos decir sea también lo más sencillo y emotivo: "Sí, es de segunda mano. Y es lo mejor que he comprado en mucho tiempo".