En la naciente mañana del día 6 de agosto de 1945, un avión norteamericano apareció solitario por el cielo de Hiroshima. Sería uno más como otros días. A las 8:15 de ese 6 de agosto de hace 80 años, el avión lanzó un enorme artefacto sobre la población de Hiroshima, que iniciaba su actividad ordinaria. Un resplandor blanco, intenso, que más tarde evolucionaría hacia colores cercanos al infierno, envolvió la ciudad con un calor de 1.400 grados en el núcleo de la explosión. Mató a 100.000 personas de una tacada. La ciudad y sus habitantes se convirtieron en ruinas ardientes. Los Estados Unidos de América inauguraban una nueva forma de guerra. Presentaban en sociedad la mayor y más letal arma de muerte y sufrimiento conocida por la humanidad. Tres días más tarde, para que no existieran dudas, los Estados Unidos de América de nuevo lanzaron otra bomba atómica en Nagasaki. Las muertes, también aquí, se contabilizaron por miles, sin incluir quienes morirían en los meses siguientes tras sufrimientos indecibles. Aquellos días de agosto de hace 80 años deberán consignarse en la Historia como los días en que supimos que la humanidad podía destruirse a sí misma con una eficacia y eficiencia incuestionables. Máxima destrucción material, óptimos resultados de muertos, heridos y condenados de por vida por la radiación. Grandes beneficios.
La muerte que proviene del cielo se había ensayado en España. Esta vez no fueron los americanos, sino los alemanes, quienes seleccionaron un nuevo escenario más allá de las trincheras y de los frentes de guerra. Italia también había probado el modelo en Etiopía. Y en los comienzos de la guerra Alemania bombardeó Róterdam, Coventry y más ciudades inglesas. Roosevelt describió esos bombardeos a las ciudades como una "barbaridad inhumana que ha alterado profundamente la conciencia de la humanidad". Pero aquellos "bombardeos de saturación" resultaron insignificantes al lado de los que británicos y estadounidenses aplicarían a poblaciones alemanas. Mil aviones pasaron por diversas ciudades de Alemania en una alternancia macabra. Los británicos soltaban su carga por la noche sin precisar objetivos. Los norteamericanos lo hacían de día, afinando mejor. Los más destructivos se dieron en Berlín o Dresde. Alrededor de cien mil muertos se contabilizaron en Dresde. La humanidad ponía en circulación una nueva contabilidad de muerte y destrucción: nunca menos de setenta mil personas y todos cuantos edificios existieran.
En Norteamérica descubrieron que la guerra "rejuvenecía al capitalismo estadounidense". Los beneficios fueron abundantes. Superaron la terrible crisis económica de los años 30 y comenzó un período de crecimiento incontrolado. Un presidente de la General Motors, a la luz de los resultados económicos de aquellos años feroces, propuso mantener una alianza continua entre empresas y ejército para establecer una "economía permanente de guerra". Y así ocurriría: Grecia obtendría armas para su guerra civil. Llegaría Vietnam, las dos Coreas. Afganistán, Libia, Irak, Gaza, Irán. Cuando Estados Unidos necesita guerras, las consigue. La industria de la muerte y la destrucción deben seguir funcionando.
Trump, más tosco que otros presidentes norteamericanos, ha impuesto a la Unión Europea la obligación de comprar armas a la industria norteamericana. Ya está bien de que la paz y el bienestar europeo se consigan a costa de los norteamericanos. Lo cual es una falacia descomunal. Europa debe destinar la mayor cantidad de sus recursos a consumir las armas que construya la industria de guerra de los Estados Unidos. Esto sucede 80 años después de la explosión de aquellas bombas atómicas. El arsenal nuclear se ha multiplicado. Y la amenaza de utilizar ese potencial letal se enuncia de vez en cuando con la mayor frivolidad. El día 15 -atentos a los sucesos de ese día en Alaska- se recordará que la Segunda Guerra Mundial terminó hace 80 años.