El principal problema del mundo es el otro. Al que miramos de reojo, desquiciados por sus presuntos privilegios, lo juzgamos porque es negro, chino, alto, bajo, hombre, mujer, porque está colectivizado o porque va a lo suyo; porque vota al otro, que es el enemigo, claro, y no se entera de que el país va como va, por no hablar del mundo, gobernado por descerebrados que siempre premian al de enfrente. Pero yo me miro al espejo y me pregunto, desvalido, taciturno, desesperado: ¿Qué hay de lo mío?

El otro siempre está ahí, dispuesto a la comparación: tiene más ayudas, trabaja menos, qué suerte tiene el tío, o la tía, y es que no se lo merece. Mira mi pobre madre, que no le llega la pensión, y ese de ahí se pasa el día de terraceo. Y encima se ríe, ¿de qué se reirá?, pienso, mientras me miro el entrecejo arrugado, la mandíbula apretada, la cena fría en la mesa.

Hay un pueblo de Murcia donde han comenzado a despertar, pienso, si es que se veía venir: tanta inmigración no puede ser. Que muchos vienen a trabajar honradamente, ya lo sé, pero mira a ese pobre abuelo, podría ser mi padre. Si es que ya no se puede salir a la calle tranquilo. Y la policía no hace nada, claro, con ese ministro. Estarán todos vigilando a Koldo, o a Ábalos, o a Cerdán, vaya tela. El otro, ese de ahí, el de Torre Pacheco, o mi vecino, o ese joven que duerme en la calle, que da miedo pasar a su lado… El otro día hasta me gruñó, creo.

El otro que viene en patera o escondido en un camión. El que trata de llegar a Estados Unidos sobre un tren asesino o atravesando una selva aún más asesina. El que cruza la frontera de noche, con el niño en brazos. La que huye del campo de refugiados porque ya la han violado tres veces. El cristiano de Irak, el musulmán de Nueva Delhi, el budista de Pekín: el otro siempre es un extraño, alguien ajeno, una persona de extrarradio, alguien que no soy yo.

Solo que sí lo soy.

Soy yo también porque nuestro destino es el mismo, porque habitamos la casa grande, porque venimos del mismo lugar. Luego se nos ha cruzado la fortuna o el mérito, o las dos cosas, y yo he aparcado en este rincón del mundo y el otro no. Pero soy lo que él fue, porque lo fueron mis padres o abuelos, porque mis hijos también cruzarán unas cuantas fronteras y se sentirán solos, distintos, serán otros en alguna parte.

Así que toca reciclar la ira digital, apartar la mirada turbia, relajar las manos, leer más, escuchar a todas horas, respirar hondo y reconocer que, ahí afuera, no existen los otros.