Primera palabra

Con Víctor Erice

por Pere Gimferrer

15 mayo, 2002 02:00

Pere Gimferrer

Por su alianza de rigor intelectual y analítico, Erice constituye un caso singular, no ya en el cine actual, sino en la historia del cine. Muchos saben hacer películas; muy pocos, Erice entre ellos, hacen verdaderamente cine

Todo en Erice descansa en una percepción del cine como arte del tiempo y, por lo tanto, como arte del instante, análogo, en tal sentido, a la poesía; su materia prima es el espacio, pero también la duración. En pocos realizadores del cine actual se da en tal grado el hecho de que sea la relación entre el espacio del encuadre y el tiempo fílmico el centro de la operación que llevan a cabo sobre la organización de lo visual suscitada por la cámara y ante la cámara. Tal fue, sin embargo, el núcleo de la actividad de los principales realizadores clásicos a quienes Erice admira, como Chaplin, Sternberg o Murnau, entre los que pudieron -siempre o alguna vez- controlar el acabado de sus obras, o Nicholas Ray, entre los que no pudieron -nunca, o muy rara vez- controlarlo: variará, de unos a otros, la mayor persistencia e identidad constante de la mirada, pero no su naturaleza.

La naturaleza de la mirada de Erice, por lo demás, se percibe de buenas a primeras, con independencia del formato en que se manifieste en cada caso: la relativa brevedad de la filmografía de Erice es en sí misma, como lo fue en su día lo espaciado de la de Dreyer, una elocuente y sonrojante demostración empírica de la distancia que separa al cine de su simulación industrial; pero no debe hacernos olvidar que Erice ha cultivado -cosa rara hoy- tanto el corto como el largo e incluso el mediometraje, y tanto la ficción como el documental, aunque se trate de un documental filmado como ficción.

Las primeras imágenes de El espíritu de la colmena (1973) no ofrecían ya dudas: desde la llegada del camión al pueblo, con los rollos del Frankenstein de James Whale destinados a tardía y extemporánea proyección en la sofocada posguerra española, se ofrece definido el campo de actuación del cineasta. Por un lado, lleva a cabo un indagador contacto iconográfico entre las imágenes de Whale y el plano presuntamente veraz de la realidad del pueblo, que pone al descubierto la dependencia efectiva de dicha realidad respecto al imaginario onírico de la cinta en cuestión, causa de que la secuencia en que la criatura de Frankenstein se aparece a la niña no sea percibida como ónticamente contradictoria, sino como ónticamente plausible.

Por otro lado, la descomposición fenoménica de esta realidad (paralela a la metafórica recomposición del maniquí anatómico "Don José" por la maestra interpretada por Laly Soldevila), al desmenuzar el tiempo prismáticamente, actúa, respecto a lo filmado, como actúa el poema respecto al fluir verbal: retiene, en lo que Octavio Paz llamó "la fijeza momentánea", un instante sustraído a la temporalidad y propuesto como objeto de conocimiento autónomo a la percepción; pero la fijación de este instante no excluye su reinserción luego en otro tipo de duración, el fílmico, de suerte que el camino que lo ha aislado de la realidad bruta no es desandado nunca, del mismo modo que las palabras de un poema no regresan o reingresan nunca en la comunicación verbal habitual.

También en El sur (1984), último largometraje de ficción de Erice hasta hoy, se produce interacción que relaciona y comunica lo real con lo cinematográfico, esta vez mediante la figura de la vedette de los años 40 -que remite, en un avatar anterior de su vida, al pasado del personaje de zahorí encarnado por Antoniutti-, vedette cuya plasmación fílmica (a la vez facticia y ficticia) incide, no ya en paralelo sino en diagonal -primero desde un cartel, como en Les 400 coups de Truffaut, pero luego desde la pantalla, como en los fragmentos de falsas películas americanas dados por Chaplin en la secuencia del cine de Un rey en Nueva York- sobre la presente realidad efectiva, la cual, por lo demás, es objeto de un doble desgarramiento, tensada como está, por una parte, por la presencia de la actriz, nunca vista sino icónicamente, y, por otra, por el tiempo aparte del pasodoble: la confluencia de ambas tensiones en la secuencia del restaurante del hotel sellará la desaparición inminente del personaje de Antoniutti.

La decisión de atenerse durante el rodaje al orden en que aparecen las secuencias en la pantalla revela aquí todo su sentido, acorde con la profunda temporalidad del arte de Erice, y posibilita que la elipsis final del viaje al sur, pese a ser consecuencia inicialmente no prevista de las condiciones de la producción, se imponga como una solución del todo coherente. Por su alianza de rigor intelectual y analítico y de poderío poético -que da un resultado sorprendente: un cine tan elaborado como el de Eisenstein pero tan conmovedor como el de Nicholas Ray-, Erice constituye un caso singular, no ya en el cine actual, sino en la historia del cine. Muchos saben hacer películas; unos pocos, Erice entre ellos, hacen verdaderamente cine.