Opinión

Volver a Buzzati, a los cien años

por Luis Mateo Díez

6 julio, 2006 02:00

Decía Borges, amante confeso y fascinado de la que unánimemente se considera obra maestra de Dino Buzzati: El Desierto de los Tártaros, que podemos conocer a los clásicos pero es más arduo hacerlo con los contemporáneos y, sin embargo, hay nombres que las generaciones venideras no se resignarán a olvidar. Uno de ellos es verosímilmente, afirmaba Borges, el de Dino Buzzati, cuya vasta obra, no pocas veces alegórica, exhala angustia y magia, el influjo de Poe y de la novela gótica ha sido declarado por él, otros han hablado de Kafka, ¿por qué no aceptar, sin desmedro alguno de Buzzati, ambos ilustres magisterios?.

El Desierto de los Tártaros es, por muchas razones, una obra singular, además de una obra maestra, y el límite de lo que supone en el total de la obra del autor, se relaciona con esa incuestionable conquista pero también con la herencia de todo lo demás. No se trata de uno de esos casos en que la novela solitaria deslumbra en su distancia, casi como si al propio autor se le hubiera ido de las manos, dejando el resto de su trabajo en un segundo término.

Hay asuntos cruciales en la narrativa de Buzzati muy relacionados con el que vertebra la fábula del Desierto, que remiten a una concepción del mundo donde la espera es el aliado de la conciencia del tiempo y el imperio del sufrimiento. El dolor es la verdadera mentira del mundo, escribe Buzzati, la verdadera vergöenza del mundo. Y desde su primera novela esa concepción, esa mirada que con frecuencia destila angustia y terror, se expresa en la espera, en la sensación de que lo desconocido deberá llegar como la respuesta a la expectativa de nuestras más íntimas contradicciones.

La espera que se convierte en un destino, como le sucederá al joven oficial que aguardará en la Fortaleza Bastiani un ataque que no se produce, en la vigilancia de una frontera que parece un desierto ensoñado. El tiempo inmóvil en la rutina de una atracción tan poderosa como inútil, el cumplimiento de una misión que está más cerca del espíritu del oficial, de sus insondable percepciones misteriosas, de sus inquietudes y sueños, que de lo que el mando requiere.

En la espera se consume también el protagonista de Un amor, una de las fábulas más radicales de la narrativa contemporánea sobre los desastres de la obsesión amorosa, la fatalidad de enamorarse y reconvertir a la amada en un requerimiento perturbado que borra el mundo y justifica la vida en el límite de su invención, casi de su abstracción. El encuentro de Tonino, el protagonista, que solventa sus citas amorosas con una intermediaria de confianza y en parecida disposición a sus hábitos burgueses, con Laide, una chica que rompe los ritos establecidos, revolucionará el orden vital y hará estallar cualquier atadura en que Tonino salvaguarda sus costumbres.

La espera de Laide será el tormento que arrasarán los celos, las suspicacias, los débitos y las recompensas. El deseo será, al fin, un conducto de disolución, hasta el punto de que la obsesión de Tonino hará prácticamente innecesaria a la amada, como si el propio mecanismo de la angustia pasional fabricase su objeto inútil, un paisaje de irrealidad, una frontera imposible entre el placer y el sufrimiento donde uno parece su propio enemigo. La desesperada espera del amor que ya ni siquiera necesita consumarse, el destino de una reconciliación insatisfactoria en el propio espíritu del amante postergado, que apenas obtiene la paz en el ensueño, cuando ya todo está perdido.

Podría decirse que El gran retrato, la última novela de Buzzati, completa, de una forma muy especial, ya que estamos ante una fábula de características más explícitamente fantásticas, una trilogía sobre este asunto crucial de la espera como destino, tan nutritivo en toda su obra. En ella la espera es también el resorte de un descubrimiento, de una misteriosa expectativa que sobreviene en un más allá de invención obsesiva. Otra vez el tema del amor, de la resurrección y el fracaso.

Las fantasías alegóricas, a las que Borges busca atinados parentescos en su declarada admiración, encuentran en Buzzati el terreno abonado de las tradiciones populares, un ámbito legendario maravilloso en su inventiva, que reconvierte algunos de sus libros de lectura pretendidamente juvenil, en auténticos relatos extraordinarios, sin medida ni edad en su gozosa fascinación. Me refiero a El secreto del Bosque Viejo o a La famosa invasión de Sicilia por los osos, donde el simbolismo se conjuga con la imaginación surrealista y la escritura alcanza esa belleza de lo maravilloso y lo arquetípico, con el aliciente, además, de los dibujos con que el autor iluminaba sus relatos, ya que Buzzati fue también un excelente ilustrador.

Dino Buzzati nació en Belluno en 1906 y murió en Milán en 1972. Se cumple, pues, el centenario de su nacimiento, y entre nosotros tenemos la suerte de que uno de esos editores tan modestos como orientados, en el contexto de una industria tan complaciente como desnortada, se haya encargado de él. Gadir viene editándole en nuevas y cuidadísimas traducciones, y los títulos fundamentales de Buzzati están a nuestro alcance, dispuestos a satisfacer, como suele decirse, las expectativas de los lectores más exigentes.

Hay alrededor de Buzzati cierto asociacionismo solitario, valga la contradicción: reunidas admiraciones de quienes tuvimos la suerte de conocerlo hace tiempo. La convicción de esos viejos lectores es férrea, y en la valoración de su obra maestra existe la sensación de que se trata de una de las fábulas que más misteriosamente expresan lo que al ser humano le sucedió en el siglo pasado, el espejo metafórico de su condición en tan cruciales tiempos. Una fábula muy compaginable, en este sentido, con La metamorfosis de Kafka o El extranjero de Camus, si entendemos que desde la ficción los claroscuros especulares aportan una dimensión distinta, entre visionaria e impredecible, del propio discurrir de la historia, de la inquietud o el desasosiego de tantas amenazas y sufrimiento.

Es uno de los grandes del siglo pasado y del Desierto de los Tártaros decía Borges que en sus páginas retrotrae la novela a la epopeya, que fue su manantial: el desierto es real y simbólico, está vacío y el héroe espera muchedumbres.