Opinión

La loca de la casa (l)

por Andrés Trapiello

19 enero, 2006 01:00

Se advierte al repasar la historia de la filosofía dos cosas comunes en ella, algo en lo que, diríamos, participan todas las escuelas filosóficas. Esto lo percibe incluso un aficionado como yo, sin ninguna preparación en esta materia, que asiste de oyente esporádico, desde hace un tiempo, a algunas conversaciones entre amantes de la filosofía.

Por encima de sus diferencias, a veces irreconciliables y expresadas con una ferocidad que puede antojarse incluso cómica, en algún momento del desarrollo de sus ideas todos los filósofos creen haber llegado más lejos que sus predecesores. A todos les estorba algo del pasado y todos echan en falta algo que no les ha sido dado, y que ellos creen poder aportar. Es decir, tienen plena conciencia de haber desarrollado alguna parte del pensar humano que aún estaba replegado sobre sí mismo. Algo así como si la filosofía fuese una gran alfombra enrollada que los filósofos, en su senda hacia la comprensión del universo, fueran desplegando penosamente por él (y a veces volviendo a enrollar), a la espera de que los demás mortales, yendo por ella, llegáramos sin ningún tropiezo hasta esas visiones más o menos clarificadoras que se supone nos van a enseñar a ser si no más felices, sí más sabios. El saber filosófico, hasta donde yo he podido alcanzar, no nos enseña a ser más felices, sino a llevar mejor nuestras cuitas y desventuras y la pena insondable que causa en nosotros la brevedad desafinada de nuestra vida.

Ningún filósofo, claro, ni siquiera los más grandes, pensemos en Platón, en Kant, en Nietzsche o en Heidegger, aquéllos que han estado más seguros de la solidez de su obra, han creído nunca que con ellos se terminaba esa tarea, y aunque no quieran pensar que tarde o temprano vendrá alguien tan inteligente como ellos que los atacará o los desmontará limpia o brutalmente, como hicieron ellos con sus antecesores, como podría hacer un niño con un juguete viejo, aunque no quieran considerar su naturaleza transitoria, por soberbios que sean, la dan por supuesto. Por ello puede recordarnos la filosofía moderna a la lucha contra el cáncer, al menos en el punto en que la conocemos hoy. Muchos sentimos que se está sólo a un paso de la solución de ese enigma, pero el enigma se desplaza al mismo tiempo que nosotros, como la luna que viaja a nuestro lado en la ventanilla del tren, mientras éste avanza monótona y regularmente hacia su destino. Acaso se descubra pronto el enigma del cáncer, pero la imagen de la luna seguirá siendo válida para explicar el irresoluble enigma de la filosofía.

Aparte de esta conciencia de superioridad (o de superación, como se quiera entender) de una corriente filosófica respecto de la anterior, advertimos otro denominador común: todas ellas han conocido su desarrollo como teoría, incluso las más positivistas y racionalistas, gracias a la imaginación. Sin imaginación no habrían sido posibles filósofos como Hume, tengo entendido, y sin imaginación Nietzsche no habría alcanzado la visión que le llevó a proclamar la muerte de Dios. Sin imaginación el mismo Dios tampoco habría llegado a hacérsenos concebible, y por eso resulta paradójico que una mística como Santa Teresa se refiera a ella con tono un tanto despectivo como "la loca de la casa". Es decir, como ese instrumento peligroso que habiéndonos dado lo mejor, podría quitárnoslo y no sólo quitárnoslo, sino quitarnos de paso la vida, porque no sabríamos vivir sin ello. Podríamos decir incluso de Dios lo que a Dios le atribuimos normalmente: la imaginación nos lo dio y la imaginación nos lo quitó.

Como persona que se dedica con mayor o peor fortuna a tareas de la imaginación, estos asuntos los encuentra uno dentro de su jurisdicción, aunque asista también a esto como oyente. La novela, por ejemplo, no tiene mucho que hacer en toda esa tarea de desplegar la alfombra. Al contrario, como auxiliar imaginativa de la vida, no deja de complicar las cosas, teniendo en cuenta que amplifica la vida, y sus enigmas, más que resolverlos, se le multiplican. Leer una novela puede llegar (ha de llegar) a ser una extensión indistinguible de la realidad, y sólo así puede enriquecerla.

A propósito de unos conocidos versos de Goethe ( "Gris, mi querido amigo, es toda teoría;/ verde, en verdad, el árbol dorado de la vida") manifestaba Ferlosio que la vida para él era, por el contrario, "lo gris, y aun lo lóbrego, lo siniestro, polvorienta y reseca momia de sí misma. Verde, tan sólo he visto, justamente, el árbol ideal de la teoría". Parecida idea acabo de leerla en otro escritor, citando a Pascal y Simone Weil, de quienes afirma que "despreciaban las artes de la imaginación". Enunciado de este modo, se llega a la conclusión de que ese escritor quiere ir más lejos aún que Weil y Pascal. Al fin y al cabo, ¿cómo ser místico sin imaginación? Sabemos que estos podían despreciar la imaginación, la loca de la casa, pero advertimos en su comentarista tanto el desprecio hacia la imaginación, como hacia las artes que la hacen posible, es decir, como si extendiera su desprecio a todos los que se han dedicado, desde Cervantes a Proust o Galdós no a combatir a la loca de la casa, sedándola o poniéndole una camisa de fuerza, sino a darle alas y orearla un poco.

No es fácil dilucidar si un escritor o cualquier otro desprecia algo porque le ha sido diezmado (la imaginación o la vida por ejemplo), o renuncia a escribir obras de creación para poder despreciarlas. Pero lo que resulta aún más extraño es que podamos oponer a la imaginación algo que sin imaginación, la teoría, no tiene posibilidades de ser, porque sólo un pensar imaginativo nos hace tolerable la vida. Cuando los juglares de mayo del 68 escribieron sobre los muros "la imaginación al poder", no estaban ambicionando el mando de las cosas terrenas, sino arrimando al poder la única posibilidad de limitarlo y, en definitiva, de hacerlo desaparecer como fuente de sumisión o sometimiento. Si junto a la teoría concebida como una bombilla del pensar (ingenuidad sin duda favorecida por encontrarse uno, siendo oyente, a oscuras) se descubre, cómo no, una especie de palinodia que desemboca en la ciencia, detrás de la imaginación, vienen a decirnos, no hallaremos más que desvaríos, vanidad, inconsistencia, cantares... Y así como la ciencia y cierto pensar teorético avanzan de modo rectilíneo hacia su meta (no siempre ajena al deseo de dominio), vemos a la filosofía caminar con toda su incertidumbre a cuestas a nuestro lado siempre, como la luna, y no hacia adelante, sino en círculo. Sabemos que una aspirina es más apropiada, en todo caso que los ojos de un sapo o el muérdago para los dolores de cabeza, pero ¿no seguimos estando frente a los mismos enigmas que requirieron la atención de Platón, Kant o Heidegger, sin una sola respuesta enteramente satisfactoria?

Acaso por eso la imaginación, y quienes se emplean en tareas de imaginación, hagan lo único posible: crear mundos de la nada, para darles tarea a quienes faltos de ella deciden teorizar sobre la nada o de espaldas a la vida. Es lo que tiene la loca de la casa, y lo que aún la hace más atractiva para algunos de nosotros: se va con cualquiera.