Poesía

Los mundos y los días. Poesía 1972-1998

Luis Alberto de Cuenca

21 febrero, 1999 01:00

Visor. Madrid, 1998. 336 páginas, 1.800 pesetas

Algo que no se nombra con la palabra azar rige estas cosas, podríamos decir parafraseando a Borges: durante unos quince años, a partir de 1970, Luis Alberto de Cuenca se aplicó con encomiable tenacidad al ejercicio del verso, pero sus libros -Los retratos, Elsinore, Scholia- apenas si lograban despertar el admirativo tedio de algunos lectores proclives al masoquismo: parecían, más que obra de poeta, farragoso divertimento de erudito que quiere demostrar que no sólo entiende de infolios, sino también de cine, de mujeres y de tebeos.
La situación cambia a partir de 1985, con la publicación de La caja de plata en una minoritaria editorial. Desde ese mismo momento, comienza a conquistar críticos renuentes, a seducir lectores desatentos. A finales de los 80 ya su colaboración era la más apreciada en las revistas juveniles, ya le habían brotado miméticos admiradores en todas las esquinas. ¿Tan distinto era el poeta de esta segunda etapa del anterior? Al releer ahora, con atención y sin prejuicios, los poemas que el autor ha querido conservar en su obra reunida de los libros iniciales (pocos, y alguno retocado) nos damos cuenta de que los ingredientes eran casi los mismos, pero que el autor no acertaba con las proporciones y por eso la mezcla no acababa de cuajar.
Para ser el gran poeta que es, Luis Alberto de Cuenca necesitaba encontrar las dosis adecuadas de frivolidad y patetismo, de culturalismo y cotidianidad, de narratividad y énfasis lírico. Comienza a conseguirlo en La caja de plata, pero su maestría se va acrecentando en los libros siguientes: El otro sueño (1987), El hacha y la rosa (1993), Por fuertes y fronteras (1996) y el inacabado El bosque y otros poemas, del que en 1997 se ofreció una primera entrega.
La originalidad de Luis Alberto de Cuenca -uno de los más personales poetas de cualquier tiempo- no necesita prescindir de maestros. Todo lo contrario: puede incluso llevar su admiración hacia algunos nombres hasta el borde mismo de la imitación o del pastiche. La lección de Borges es una de las más patentes y persistentes: la encontramos en los poemas de la primera etapa y, no atenuada sino exagerada, en dos de los últimos: "Irlanda" y "Brindis" (de Borges ha aprendido la técnica de la enumeración, el arte de contar sueños, la manera de apropiarse vitalmente de las referencias culturales). Pero la generosidad del poeta le hace encontrar maestros también entre los autores más jóvenes: su declarada admiración por el mundo de guerreros y fábulas morales de Julio Martínez Mesanza le lleva a incurrir en poemas que podía haber firmado el autor de Europa.
Menos explícitamente declarada, pero no menos evidente, me parece la lección de Campoamor, quien nos ha enseñado que la poesía puede escribirse en el lenguaje de la prosa sin dejar por ello de ser poesía y que puede hablarnos, no sólo de héroes mitológicos o de abstractas generalidades, sino también de los héroes en zapatillas, de la gente que encontramos cada día por la calle y de las incoherencias del corazón. Poemas como el justamente famoso "La malcasada" ("Me dices que Juan Luis no te comprende,/ que sólo piensa en sus computadoras/ y que no te hace caso por las noches") no podrían haber sido escritos sin el ejemplo de Campoamor, un poeta que en su tiempo fue capaz de concitar la admiración de los doctos -es el caso de Clarín- y el fervor de todo tipo de lectores, incluso de los que no leían habitualmente poesía (algo semejante le ocurre a Luis Alberto de Cuenca, con quien esperemos que la posteridad no resulte tan desatenta como con el poeta asturiano).
Para resumir su poética ha encontrado De Cuenca una fórmula feliz en el mundo del cómic: línea clara. Buena parte del arte contemporáneo es como esas falsas medicinas que se llaman placebos: sólo hace afecto si se ha leido con atención y fe el correspondiente prospecto explicativo de sus muchas y secretas cualidades. Los poemas de Los Mundos y los días son inteligibles y memorables, no necesitan de escolios ni de andamiajes teóricos para llegar al corazón de los lectores (aunque también admitan múltiples anotaciones y comentarios que desarrollen su secreta maestría). No se trata de contraponer una manera de entender la poesía a otra: ni por ser claro ni por ser oscuro (lo ha repetido Alberti) se es mejor poeta. Cada manera de entender la poesía tiene sus riesgos: los de la poesía de línea clara son la banalidad, el chiste o la falacia patética (el propio De Cuenca incurre en ellos casi con tanta frecuencia como alguno de sus más desbordados admiradores).
Pero las inevitables equivocaciones (y cierto machismo o cierto fachismo que a veces parecen asomar la oreja) apenas importan cuando son la condición necesaria para los aciertos. Luis Alberto de Cuenca ha escrito algunos de los mejores poemas de amor de la literatura española (ahora en esta reedición ha tenido que ir borrando un nombre de mujer que se repetía insistentemente: las pasiones eternas duran demasiado poco); ha cantado también, con más pasión y con más generosidad que nadie, a esa otra forma del amor que es la amistad: hemos de remontarnos a Jovellanos o a Meléndez para encontrar un fervor semejante; es autor de poemas que no podemos leer sin una sonrisa o una carcajada; ha reescrito a los clásicos griegos y latinos, los ha convertido en nuestros contemporáneos; es autor de una oración ("Ave María") que pueden rezar los ateos, y de un puñado de poemas que no es posible leer sin un nudo en la garganta: el que yo prefiero, "En la tumba de Joker", es un epicedio, el epitafio de un perro.
No sabemos la suerte que correrá en el futuro esta poesía de siempre escrita con palabras de hoy; sabemos que sin ella nuestro mundo sería más pobre, habría menos ocasiones de felicidad.