Luis Mateo Díez

Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2018. 326 páginas. 17 €

La fidelidad de Luis Mateo Díez (Villablino, León,1942) a su mundo literario se renueva con cada nuevo libro del escritor. Su mapa dibuja un espacio provincial situado al noroeste de España. Esta imaginaria provincia del hombre, en la que anidan sentimientos y pasiones universales, tiene su territorio más emblemático en Celama, localizada en el suroeste, donde transcurren las novelas de la trilogía El reino de Celama (1996-2002). Y hay en ella “ciudades de sombra” como Borela, Borenes, Armenta, Oceda, Doza y, entre otras, Ordial, que va perfilándose como la capital de este inagotable universo literario nacido del afán y la necesidad de contar la vida. Su extraordinaria riqueza está en la variedad y autenticidad de inquietudes y problemas encarnados en más de cuatrocientos personajes inventados por el autor y contados con amplia gama de tonos y registros. Uno de los más característicos es la ironía, que impregna su obra narrativa desde los comienzos con un humor de raigambre cervantina en La fuente de la edad (1986), que se hace más estrambótico en Las horas completas (1990) y se transforma en irracional y surrealista en las novelas cortas de La cabeza en llamas (2012). Tras dos libros de largo alcance en el angustiado pesimismo de La soledad de los perdidos (2014) y el reto de hibridación genérica entre novela y cuentos en Vicisitudes (2017), en El hijo de las cosas el autor vuelve al humor disparatado, absurdo y surrealista, de signo expresionista. Ahora la ciudad de sombra es Oceda, urbe solitaria con sus bares, cafeterías, cines, un teatro, barrios y calles por las que no aparece nadie más que los personajes de la novela, con excepción de misteriosos vehículos que chocan contra las farolas y de los que salen conductores enarbolando en sus manos los volantes retorcidos. En “esta puta ciudad”, como la califica su comisario de policía, vive una singular familia formada por un cuarentón calavera y dos hermanas que lo cuidan sin reparar en sus trapacerías. Un día Cano Corada desaparece sin dejar rastro. Las dos hermanas lo intentan todo ante su amigo el juez Beraza y, de acuerdo con este, ante la policía, después de hacer frente al secuestro por medio de un fallido rescate. Como estamos ante una novela negra, con su secuestro y su investigación policial y judicial, no debemos ir más allá en busca de su desenlace. Lo que importa es destacar la inquietante visión del mundo en la genuina configuración que, entre la risa y la melancolía, Luis Mateo Díez levanta en esta desgobernada ciudad de Oceda, expresamente vinculada a otros lugares de su mundo literario. Muchos de los mutilados que aparecen en la novela simbolizan las limitaciones y la fragilidad del ser humano, como perdedores y vencidos de la vida, tan presentes en la obra del autor, siempre considerados a través del humor expresionista, que se complace en intensificar el erotismo grotesco en el encuentro entre Fruela Corada y un mendigo libidinoso, en sus relaciones con el farmacéutico Vilo Cuevas, en los sueños del prevaricador juez Beraza, que dibuja penes erectos en la cabecera de los documentos. También se deleita en resaltar las purgaciones del vividor Cano Corada, la necesidad del comisario Ucieta de rascarse, igual que Beraza se rasca la entrepierna por culpa de sus ladillas e incluso la cabeza descolocada del inspector Dopico. Todo ello es fruto de una visión grotesca del mundo fermentada por el humor esperpéntico que se vale de la animalización de una realidad incongruente en la que ni siquiera faltan moscas con sobaquina, en una prosa impecable en su variedad de registros estilísticos, que van desde las poéticas descripciones de Oceda en distintos momentos del día hasta el habla popular de los personajes según su condición, y pulcramente editada con generosos espacios en blanco.