Novela

El hereje

Miguel Delibes

12 marzo, 2010 01:00

Destino. Barcelona, 1998. 498 páginas

El hecho de que Miguel Delibes haya compuesto una novela histórica ha provocado abundantes manifestaciones de sorpresa y perplejidad. Nunca hasta ahora había dado el escritor vallisoletano un salto hasta la primera mitad del siglo XVI para situar en aquella época la acción de sus relatos. Pero hay que decir sin demora que la localización temporal es algo secundario, aunque ha obligado al autor a documentarse minuciosamente y a obrar con cierta cautela en el uso del lenguaje, a fin de no poner en boca de los personajes formas idiomáticas impropias del siglo XVI -algún vocablo ha escapado a la vigilancia, como "maquillar", pág 288, o la mención del "cráter" de un volcán, pág 131-, lo que explica que las modalidades del estilo indirecto predominen sobre el diálogo en notable proporción. A pesar de todo, creo que no debe buscarse primordialmente en El hereje una reconstrucción de los sucesos que desembocan en el atroz auto de fe de 1559.

Todo eso existe, en efecto, y se halla cuidadosa y equilibradamente narrado, pero es en el fondo sobre el que se proyectan unas vidas cuyo perfil, trazado con envidiable pericia, constituye el aspecto más valioso de la obra. Delibes ha vuelto a la novela de gran aliento, al modelo que -"mutatis mutandis"- podríamos llamar galdosiano, y en muchos aspectos El hereje recuerda los planteamientos y las historias de Mi idolatrado hijo Sisí. También allí asistimos a la cuidadosa reconstrucción de una etapa histórica, si bien más cercana a nuestros días, e incluso existen algunas semejanzas en la narración de los primeros meses de vida del personaje y en el comportamiento extraconyugal del padre.

Pero, antes de nada, la figura de Cipriano Salcedo, acomodado comerciante vallisoletano que, atraído por los razonamientos del doctor Agustín Cazalla, acaba participando en las actividades de un grupo luterano pronto descubierto por la inquisición, representa la libertad de pensamiento y la independencia intelectual en un país donde la "la adicción a la lectura ha llegado a ser tan sospechosa que el analfabetismo se hace deseable y honroso" (pág. 43).

Se dirá que, en efecto, la incultura fue a menudo en el siglo XVI una garantía contra las posibles acusaciones de judaísmo o heterodoxia, y que Delibes no hace más que pergeñar una situación histórica bien conocida. Pero hay muchas formas de analfabetismo, y lo que esencialmente transmite el personaje de Cipriano Salcedo en un entorno histórico hostil a cualquier disidencia puede hacerse extensible a otras etapas históricas. Conviene, pues, distinguir entre el revestimiento histórico de El hereje y el tema de la obra, que sobrepasa ampliamente los límites de la estricta reconstrucción de unos hechos del pasado. Así podrá comprobarse la profunda afinidad entre varios motivos medulares de El hereje y buena parte de la obra anterior de Miguel Delibes. El individuo asfixiado por una sociedad opresora e intolerante aparecía ya en Cinco horas con Mario y, en otro sentido, en Parábola del náufrago. La afirmación de la independencia personal frente a las convenciones sociales estaba presente, con diversas formas, en personajes como el Ratero, el bedel Lorenzo, Pacífico Pérez y otras figuras inolvidables que Delibes nos ha ofrecido en medio siglo de fecunda tarea.

Era necesario subrayar estos hechos que acreditan la fidelidad del escritor a su propio mundo y mostrar cómo El hereje es, en buena medida, un compendio de toda su obra anterior. Pero existen, además, muchos detalles de la infancia de Cipriano se relacionan con obras como El camino o El príncipe destronado, la pericia del bichero Avelino para cazar conejos (págs. 229-231), o la del doctor Cazalla -experto conocedor de pájaros (pág. 263)- en la caza de la perdiz con reclamo (págs. 276-279) recuerdan muchas páginas memorables del propio Delibes.

La figura de Cipriano Salcedo destaca, por su complejidad, sobre las demás, pero hay otras creaciones sobresalientes: su esposa, Teodomira, cuya obsesión por una descendencia que no llega acaba por sumirla en la locura; su tío don Ignacio, cuyo elevado rango en la Real Chancillería no basta a evitar, sin embargo, la cruel condena que recae sobre Cipriano. Es también espléndido el personaje de Minervina, la acogedora y fiel nodriza que resurge inesperadamente al final para acompañar a Cipriano hasta la hoguera. Y se halla delicadamente esbozada la figura de Ana Enríquez, convertida en un "proyecto apenas esbozado" (pág. 487) de posible relación afectiva que el trágico desenlace de los hechos hará ya imposible. En la prisión, los miembros del conventículo luterano, sometidos a presiones y torturas, acaban por delatarse unos a otros, con excepción de Cipriano, que mantiene con insólita gallardía sus convicciones y su lealtad y reflexiona amargamente: "¿Qué había quedado de aquella soñada hermandad? ¿Existía realmente la fraternidad en algún lugar del mundo? ¿Quién de entre tantos había seguido siendo su hermano en el momento de la tribulación?" (pág. 487).

Estos desoladores pensamientos acompañan a Cipriano Salcedo hasta el cadalso, pero no le hacen abdicar de sus ideas ni quiebran su entereza moral. He ahí el último mensaje de una novela limpiamente escrita, con una prosa que rezuma autenticidad y precisión y que sin alardes constructivos, con una división tripartita clásica, nos reconcilia con la literatura.