Image: Los estados carenciales

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Novela

Los estados carenciales

Ángela Vallvey

13 febrero, 2002 01:00

Ángela Vallvey. Foto: Mercedes Rodríguez

Premio Nadal 2002. Destino. Barcelona, 2002. 266 páginas, 17’90 euros

El último premio Nadal ha ido a parar a una obra desenfadada y muy representativa de cierta mentalidad generacional que hallará eco en muchos lectores afines. Los estados carenciales es la historia de unos seres que buscan la felicidad.

La obra narra algunos hechos de la vida del pintor Ulises Acaty, que acaba de separarse de Penélope Alberola y deambula por Madrid con el niños de ambos, Telémaco. La simple mención de los personajes hará pensar en una intencionada parodia de la Odisea homérica, y más si se añade que, entre los tipos de la novela, hay tres esperpénticas ancianas llamadas Aglae, Eufrosina y Talia, que no ocultan su correspondencia con las denominaciones de las tres Gracias. El juego intertextual es constante en la novela, desde los títulos que encabezan algunos capítulos ("15 años no tiene mi amor"), hasta fórmulas incrustadas en diálogos: "Daría mi reino por una cerveza bien fría" (pág. 30). Pero Los estados carenciales no es en modo alguno una Odisea moderna, ni siquiera en clave paródica -y tampoco nada que pueda recordar a Joyce-, sino que se sirve del humor para subrayar una distancia considerable frente a una tradición y asentar al mismo tiempo una mirada sobre el mundo que pretende ser radicalmente distinta. Así, las tres Gracias de la novela son tres ancianas desenvueltas y chismosas que discursean acerca de un asunto tan trascendental como los pubis promi- nentes; Ulises no tiene, como su lejano antecesor homérico, un objetivo claro, y más bien se ha convertido en un errático paseante que frecuenta la pintoresca Academia gratuita de Vili, adonde acuden unos cuantos desocupados para hablar de la felicidad y aprender del maestro, especie de moderno -y pálido- Sócrates. Estos personajes, muchos de ellos puras siluetas descarnadas y meros soportes para se- gregar frases e historietas ingeniosas, no hunden sus raíces en la gran tradición clásica, sino que recuerdan más bien los procedimientos narrativos de cierta novela de humor de los años 30 -Ramón, Neville, Ros, Jardiel- y de algunas derivaciones posteriores, como Las pagodas, de Félix Martí Ibáñez.

La veta humorística es el valor más sólido de ángela Vallvey. Un vez leída la novela, muchos tipos se diluyen inmediatamente y se borran de la memoria. Hay que volver atrás para reconocer a cada uno de los asistentes a la Academia de Vili y recordar sus respectivas historias, coincidentes y homogéneas por tratarse de matrimonios deshechos y parejas fracasadas. Quedan frescos, sin embargo, varios pasajes satíricos y algunos diálogos con afirmaciones brillantes e ingeniosas como si fueran escenas de una comedia de Oscar Wilde. La historia de Araceli y de los sexólogos del asilo de ancianos, la propuesta de creación de "abuelos de alquiler" (pág. 299), la jocosa parodia de las recomendaciones ofrecidas en los vuelos (pág. 172) o el relato de la relación entre Irma y el griego Andros, cuyos parlamentos, dichos en su lengua y que Irma no comprende, están escritos en español con caracteres griegos, son algunos de esos momentos en que la escritora, siempre por encima de la novelista, se muestra segura de sus recursos, fértiles en el chiste y el juego idiomático. Y planea sobre la narración una mirada burlona y poco esperanzada acerca de la condición humana, y especialmente - pero no únicamente- del varón. Así lo expresa Jana, otra de las mujeres despechadas de esta novela salpicada de infidelidades y separaciones: "No puedo comprender a ningún hombre. Los hombres deberían pasar revisiones anuales de idoneidad psiquiátrica. Y si no son aptos, pues como los coches: al desguace con ellos" (pág. 337).

El punto débil de Los estados carenciales reside en la absoluta primacía del ingenio verbal sobre la construcción novelesca, falta de una estructura que haga necesarios y dependientes entre sí los elementos del conjunto. Aquí, la deseable solidaridad se quiebra o no existe, y muchas escenas podrían haber sido sustituidas por otras o suprimidas sin que el resultado fuese distinto. La división en tres partes y la "variatio" de construir la narración de la última en segunda persona no bastan a estructurar la novela. Este carácter amorfo del relato, simple sucesión de escenas con algunas analepsis para proporcionar al lector informaciones sobre la historia de Ulises y Penélope, se suma a una mirada que pasa por la superficie de los personajes sin ahondar apenas y haciendo de muchos de ellos simples variaciones de un mismo esquema. Y sobra por completo el apéndice en el que se incluye una serie de aforismos sobre el arte de ser feliz, supuestamente extraídos de un libro no escrito de Vili. No sirve el precedente de Unamuno, que añadió a su novela Amor y pedagogía un largo y digresivo epílogo y unos "Apuntes para un tratado de cocotología" porque el editor exigía aumentar el número de páginas del volumen.

La prosa de ángela Vallvey tiene una plasticidad notable -repárese, por ejemplo, en la novedad de los diversos símiles para caracterizar los ojos que aparecen en las páginas 21, 30, 57, 79, 177, 321, etc.-, aunque alguna vez caiga en descuidos. Resulta extraño que Telémaco, recién cumplidos los dos años, vaya en un "cochecito de bebé" (p. 18). Es inaceptable el uso de dintel en "su figura llenó el dintel de la entrada" (p. 80) y más aún la construcción "te hubieras dignado a preparar..." (p. 238). La "poligamia femenina" (pp. 138, 149, 318) es en realidad "poliandria". Pero son más destacados los logros expresivos que los desfallecimientos; algo esperable en una narración planteada, más que como historia orgánica, como despliegue verbal.