Novela

Los impacientes

Gonzalo Garcés

24 mayo, 2000 02:00

Premio Biblioteca Breve. Seix Barral. Barcelona, 2000. 219 páginas, 1.900 pesetas

Garcés ha buscado el absoluto narrativo a través de una ligera trama que se desarrolla en un dispositivo confuso de tiempos y voces. Nos hallamos ante un cúmulo de ambiciones frustradas

El novelista argentino Gonzalo Garcés alcanzó con Los impacientes, su segunda novela, el recobrado premio Biblioteca Breve. Nacido en 1974, formado en Alemania y en los EE.UU., estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires. Ha elaborado un relato inspirado en el triángulo amoroso clásico, aunque formado, en esta ocasión, por dos hombres y una mujer. Trata así de ofrecernos una filosofía de la amistad y del amor (que se solapan y reinventan), aunque también de la vida y aún de las ideas a finales del siglo XX. El novelista ha buscado conseguir el absoluto narrativo a través de una ligera trama que se desarrolla en un dispositivo confuso de tiempos y voces narradoras. Puede entenderse, en parte, como un relato policial: la búsqueda del hombre que violó a la adolescente Mila y que ésta desea descubrir para alejar sus fantasmas; pero es también la novela de las inquietudes del arte por excelencia, la música, desde la perspectiva de Boris y la ternura lúcida de Keller que cabría entender como una actitud más positiva ante el desencanto vital. Pero la periodista y escritora Mila ocupa casi todo el relato. Resulta una reencarnación de "la Maga", el personaje de Rayuela, de Julio Cortázar (con quien advertiremos otras coincidencias). Situadas una junto a la otra, el tiempo no parece haberlas cambiado. Sigue todavía viva parte de la filosofía que precedió al mayo del sesenta y ocho (que se menciona, cómo no). El autor se sirve de abundantes y excesivas disgresiones sobre materias filosóficas que convierten a Los impacientes en una novela de rasgos existenciales.

Marcadamente argentina en su expresividad lingöística, la presencia y el significado de la ya mítica capital, Buenos Aires y sus barrios, sus calles y su atmósfera, constituirá otro de sus ejes narrativos. Garcés entenderá como un rasgo de originalidad el innecesario arcaísmo de dirigirse al lector de forma directa: "Permitámonos esta intervención, y digamos con seriedad por un momento: no es que la tensión de su espíritu amenace quebrarla, y vaya a aumentar todavía más en las horas venideras (y Dios sabe que así es, y cómo); es, sobre todo que, sin haber realizado todavía nada, está ya comprometida en un juego en el que todo acto tendrá su consecuencia, y en el que no está permitido nunca volver atrás /.../ los estados evolucionaron hacia formas más o menos autoritarias, bajo el signo de la democracia o de la dictadura: hacia el final la autoridad asumía en Occidente la forma confusa de vastas redes de influencia, impersonales, marcadas por una ideología de tipo individualista". He aquí el fragmento de una de las acotaciones que van acompañándonos o confundiéndonos a lo largo de la novela. Los personajes principales, aunque también determinadas observaciones sobre otros se tratan con ambiciones psicológicas, con excesivos atisbos de psicoanálisis. Mila acude a una profesional, aunque resuelve encararse -y son posiblemente las páginas más acertadas de la narración- directamente con el oscuro problema que el lector habrá intuido desde el comienzo: su violación. Descubrirá años después al culpable en un despacho ministerial, pese a haber estado vinculado al poder político y a la represión de los años oscuros (única referencia a una etapa que no puede entenderse como saldada). Pero la protagonista oye sólo de lejos las manifestaciones obreras, más atenta al recuerdo de su pasado que aflora. Acosada por la represión callejera, aunque de manera confusa, como lo serán los movimientos y acciones de los personajes, azarosos y atrabiliarios, llegará hasta su violador, al que le soltará un discurso tópico e inútil incluso para el sentido de la novela.

El azar dirige las acciones de los personajes, como parece hacerlo también de la historia. Sin embargo, literariamente no queda justificado. Se sitúan hitos (1994, 1997), pero el lector es arrastrado a un vertiginoso cambio de tiempos, voces y fórmulas narrativas. Tal vez, para transmitirlo a la novela entera, ésta se entenderá como el borrador que Keller le envíe a Mila y que pretenderá autojustificarse (página 215). La vida de los tres personajes, a lo largo de sus tres capítulos, sigue su propio camino: el reencuentro se producirá, en las páginas últimas, en la clínica, donde se halla Boris. Es novela de pasados y el presente parece convertirse en su final: "Más tarde, aunque separados, habíamos conservado a nuestro modo un lazo porque una fuerza distinta, tal vez no menos crucial, nos seguía uniendo: la desilusión de los primeros fracasos". Ni siquiera el realismo de determinadas escenas sexuales, la ambigöedad de Mila en este aspecto o la lucidez de un Keller que se asoma al relato desde la confesión en primera persona, el uso de monólogos interiores o determinadas audacias acaban de convencernos. Nos hallamos ante un cúmulo de ambiciones frustradas, ante un autor que habrá que seguir, sin duda; aunque esta novela, valiosa por su ambición, quede lejos de aquellos clásicos modernos que hicieron, en buena medida, del premio Biblioteca Breve lo que fue y representa.