Image: Conversaciones con Schopenhauer

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Ensayo

Conversaciones con Schopenhauer

Luis Fernando Moreno Claros (ed.)

9 diciembre, 2016 01:00

Schopenhauer en 1815, mientras escribía El mundo como voluntad y representación

Acantilado. Barcelona, 2016. 366 páginas. 20€

Con este libro se podría rodar un biopic maravilloso con Ed Harris en un registro parecido al Beethoven que nos regaló hace unos años. También Arthur Schopenhauer (Danzig, 1788-Fráncfort, 1860) era dueño de un temperamento indomable, una llameante mirada azul, una inteligencia temida en toda Europa y una arrogante conciencia de su propia genialidad. Resistió años de soledad sin alumnos ni lectores, hasta que en la última década de su vida le sobrevino el triunfo que se le había negado.

Se compilan en este delicioso volumen fragmentos de cartas, memorias y diarios de intelectuales europeos a los que el editor toma como testigos para componer una semblanza fidedigna de Schopenhauer. A un siglo dominado por las utopías del intelecto absoluto de Hegel, heredero del optimismo ilustrado, Schopenhauer opuso la irracionalidad y el pesimismo en un ejercicio de lucidez implacable con nacionalistas, creyentes y demócratas. "Es un defecto esencial de los alemanes buscar en las nubes lo que tienen a sus pies": renegó de la abstracción y miró de frente al problema del mal encarnado en este mundo.

Continuó a Kant por medios opuestos a los del idealismo, colocando la noción de voluntad en el centro y asumiendo la idea (tan calderoniana) de representación como premisa epistémica. La única salida al sinsentido de la voluntad ciega es la ascesis, el nirvana. Schopenhauer importó la sabiduría hindú de los Upanishads y hasta colocó un Buda en su gabinete, bañándolo antes en oro con la maliciosa intención de que los destellos que le arrancaba el sol deslumbrasen al párroco que tenía por vecino. Discípulos de todo el continente peregrinaban devotamente a la casa del Buda de Fráncfort.

Este libro nos descubre que el Schopenhauer oral era tan brillante como el escrito. Dominó el alemán como el mismo Goethe -que había sido su mentor- y forjó un estilo antirretórico hecho de claridad, invectiva y metáfora que desmiente la aridez obligatoria de la filosofía germana. Hoy nadie lee al farragoso Hegel, ni a Fichte; pero las antologías de don Arthur se despiezan en los muros de Facebook. Preparó el camino a Nietzsche, y cuando en el siglo XX el mito del eterno progreso se ahogó en ríos de sangre, los existencialistas tuvieron que dar la razón al ogro de Danzig: el ser humano había sido sobrevalorado. Ecologismo y emancipación sexual son otras notas que informan de la modernidad de su obra.

Diseñó su vida para la reflexión. Hijo de rico comerciante y madre esteta, antes de cumplir veinte años había viajado por toda Europa y aprendido media docena de lenguas vivas y muertas. El deseo de ser filósofo malogró la carrera comercial que su padre habría deseado: discutió con su madre, aseguró su herencia y se puso a pensar. A los 30 años el edificio principal de su obra estaba construido. Su condición de rentista y su recalcitrante soltería se aliaron para blindarle contra la dependencia política y las distracciones del matrimonio. Su rutina era kantiana: ducha fría, escritura, una hora de flauta, una jarra de vino en el copioso almuerzo, un cigarro, dos horas de caminata a paso ligero, visitas, lectura, otra jarra de vino en la cena, pipa y rapé. Y vuelta a empezar.

"Soy pesimista pero no misántropo". Lo contrario de tanto intelectual que ama a la humanidad pero carece de entrañas. Él cargaba contra la mediocridad de la especie tanto como le conmovía el prójimo concreto. Los estallidos de cólera con su ama de llaves eran inmediatamente compensados con regalos y atenciones contritas. Se volcaba con los jóvenes que acudían a visitarle. Rescató a un niño de morir ahogado en un estanque y luego se preocupó por su educación. Y a su perro faldero, al que llamaba "¡hombre!" cuando quería insultarlo, le legó una pensión. Su misoginia consistía en despreciar el amor burgués; el talento de una mujer como Elizabeth Ney le hizo decir que le extrañaba que no tuviera bigote; descreía de toda revolución igualitaria, pero en la práctica era un volcán de generosidad y grandeza ética. De su muerte le preocupaba más ser pasto de profesores de filosofía que de gusanos. Fue un gigante mental. Ahora sabemos que también un maestro de vida.