Ensayo

Guantánamo. Prisionero 325, Campo Delta

Nizar Sassi

22 junio, 2006 02:00

Prisioneros talibanes del campamento Rayos X de Guantánamo

Traducción de Carlon Janín. EDAF. Madrid, 2006. 190 páginas, 12 euros

Ni el título original en francés, Prisionner 325, Camp Delta, ni el título en castellano, Guantánamo Prisionero 325, Campo Delta, hacen justicia a este libro, en el que Nizar Sassi, francés de veintisiete años de padres tunecinos, con la ayuda de Guy Benhamou, describe 44 meses de su vida, iniciados como una aventura en Afganistán de un loco por las armas y transformados en un infierno por los atentados del 11-S.

No es, como dice la editorial Edaf en la contraportada, el primer testimonio directo sobre Guantánamo, pero sí uno de los más descarnados no sólo sobre las torturas y miserias en la base estadounidense de Cuba, sino también en las cárceles secretas estadounidenses de Kandahar, en Afganistán. Sin pretenderlo, aporta claves precisas sobre el reclutamiento de yihadistas en Europa y su formación en los campamentos de Al Qaeda, y sobre las limitaciones del Ejército estadounidense para acabar con su principal enemigo a comienzos del siglo XXI.

"He pasado cuatro años de mi vida entre rejas, de ellos treinta meses en Guantánamo […] por nada", dice Sassi en la introducción. En las 174 páginas siguientes, que se leen de un tirón -la fuerza del relato recuerda en ocasiones a Papillón-, describe su captación por un islamista de su pueblo, Vénissieux, próximo a Lyon. La aventura le lleva en julio de 2001, con identidad y pasaporte falsos, a Londres, Islamabad, Peshawar, Yelalabad, Kabul y dos campamentos de Bin Laden próximos a Kandahar: el Walid para novatos y El Faruk para veteranos.

El 11-S le sorprende en Yelalabad, esperando a un guía para pasar de nuevo a Pakistán y regresar a Francia. Sobrevive de milagro a los bombardeos sobre Tora-Bora y cuando, hecho un guiñapo, llega a Parachinar, en la frontera, cae prisionero del Ejército pakistaní, que lo interroga y, tras ocho semanas en condiciones inmundas, lo entrega a la CIA. Encadenado de pies y manos, muerto de hambre, su cabeza cubierta por una caperuza, atado a lazadas de presos con cables de acero en cada desplazamiento, medio desnudo y pateado hasta casi desmayarse, con una pulsera en la muñeca en la que figura su nueva identidad -número 294- y con grilletes apretados en los tobillos hasta hacerle sangre, empieza su calvario de interrogadores.

Tras cuatro o cinco semanas -la noción del tiempo se difumina en el relato- en un campamento-prisión de Kandahar, lo meten en un avión y, semicomatoso por pastillas, con los pies sujetos al suelo, las manos atadas sobre el vientre y la cabeza metida en un cepo de plástico, es trasladado a Guantánamo, donde se convierte en el número 325. El suplicio del viaje dura unas veinte horas. Hasta el 26 de julio de 2004 pasa por todos los campamentos de presos en la base -Rayo X y los cuatro Deltas-, docenas de interrogadores, momentos desesperados y algunos momentos esperanzadores: cuando recibe visitas de la Cruz Roja y de interrogadores franceses.

"Siempre (les cuento) la misma historia que nadie se quiere creer", escribe sobre uno de sus últimos encuentros con los franceses antes de su extradición final a Francia. "La historia de un tío que va a perderse en Afganistán sólo para practicar el tiro. Tanto los norteamericanos como los franceses se lo toman a risa…". Parece increíble, pero todo indica que dice la verdad.

El juez francés Ricard lo mantuvo otros 17 meses en cárceles de París porque, como confiesa el propio Sassi (p. 179-180) no podía creer que "nadie que va a Afganistán puede ser inocente. Y tiene razón: fui a donde no debería haber ido y contacté con gente con la que nunca debería haber contactado. ¡Qué le vamos a hacer! Así fue y no por eso soy un terrorista, no soy alguien que le haya hecho mal a nadie". Se encuentra en libertad desde el pasado 9 de enero.