Image: La llegada del Tercer Reich

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Ensayo

La llegada del Tercer Reich

Richard J. Evans

7 julio, 2005 02:00

Hitler, aclamado en 1933

Trad. de J. M. álvarez. Península, 2005. 672 páginas, 24 euros

El fenómeno nazi, esa explosión de barbarie en pleno corazón de Europa, desafía nuestra capacidad de comprensión y al mismo tiempo resulta ineludible. Richard Evans se propone analizarlo en 3 volúmenes.

Llega a nuestras librerías el primero de ellos, que trata de las circunstancias que favorecieron el ascenso del nazismo y sigue su historia hasta la consolidación de la dictadura en la primavera de 1933. Dirigido a un público amplio, el libro se articula en una narración cronológica en la que se intercalan referencias a individuos concretos, a menudo tomadas de diarios personales. La estructura narrativa no excluye el esfuerzo interpretativo. El autor se enfrenta una y otra vez a la gran cuestión de cómo el agresivo y simplista movimiento nazi, que apenas ofrecía más solución a los problemas alemanes que la exaltación nacionalista, logró hacerse con el poder en una de las naciones más desarrolladas y cultas de Europa.

Un factor fue el terror. Los nazis se sirvieron de las libertades democráticas para su propaganda, al tiempo que utilizaban la violencia ilegal para amedrentar a sus adversarios. El terror se incrementó cuando Hitler se convirtió en canciller y los camisas pardas pudieron actuar con total impunidad, pero a pesar de ello, en las elecciones que se celebraron en un clima de violencia, los nazis y sus aliados nacionalistas sólo obtuvieron el 51,9 % de los votos. Dicho de otra manera, casi la mitad de los alemanes se opuso al ascenso nazi al poder.

Lo más difícil de entender es por qué tantos otros se dejaron seducir por Hitler. Evans no cree que la historia alemana condujera necesariamente a ello. El ascenso nazi se vio favorecido por diversas circunstancias, entre las que destaca el escaso arraigo que la República de Weimar logró en la sociedad alemana y el destructivo impacto de la depresión económica que se inició en 1929. Muchos alemanes, incluida buena parte de la elite que regía el país, sólo aceptaron la democracia como un mal menor frente a la revolución, pero añoraban la disciplina conservadora de los tiempos del kaiser. En el otro extremo los comunistas, deseosos de seguir el ejemplo ruso y con numerosos seguidores sobre todo entre los parados, eran hostiles a la República. La violencia política se convirtió desde 1918 en un fenómeno común, con altibajos en su intensidad. El espectro de la revolución social asustaba a las clases medias. Y la economía alemana sufrió dos gravísimas crisis, la hiperinflación de comienzos de los años 20, de la que logró recuperarse, y la gran depresión de comienzos de los 30, que sirvió de caldo de cultivo al nazismo. Pero a pesar de tal conjunción de circunstancias desfavorables resulta difícil entender cómo tantos alemanes depositaron su confianza en el histriónico Hitler y sus matones de camisa parda.

La magnitud de la tragedia que provocaron los nazis hace a menudo olvidar su propia mediocridad. Su obsesivo antisemitismo, que culpaba a lo judíos de todos los males de Alemania, era un caso extremo de la común tendencia humana a evitar el esfuerzo de enfrentarse a los problemas reales. Y su actitud hacia la alta cultura era reveladora. Hitler y los suyos vieron con satisfacción como partían hacia el exilio buena parte de los más destacados científicos, escritores y artistas de Alemania. Entre ellos se hallaba Einstein.