Cincel, martillo y piedra
José Manuel Sánchez Ron
3 octubre, 1999 02:00Esta historia de la ciencia en España en los siglos XIX y XX es un logro importante. Sánchez Ron se propone no tanto presentar una historia al uso de nuestro pasado científico como intentar comprender el porqué de sus carencias, de las que tanto se habla.
Inexcusablemente, espacio y tiempo me obligan a un breve resumen tras una lectura de urgencia. Esto último tiene arreglo porque ocasión quedará después para repasar las páginas de este libro con reposada y, desde luego, placentera atención. Pero, aun con la apresurada de hoy, tampoco el espacio me va a permitir un comentario suficiente de cuanto anuncio ya como un logro importante. Se propone el autor, en efecto, no tanto presentar una historia al uso de nuestro pasado científico -Historia de la ciencia en España (siglos XIX y XX) es el subtítulo de la obra- como intentar comprender el porqué de sus carencias, de las que tanto se habla y poco se ha explorado, sobre todo en ese período. Es bastante claro que la sociedad española no ha vivido, ni vive, los problemas de la ciencia con el mismo interés y gusto que otras manifestaciones culturales y algunas de las dificultades de su cultivo no dejarán de proceder de ese desvío. Poéticamente pone Sánchez Ron su tarea bajo la "advocación" de un verso de Machado, en el título del libro, con su personal interpretación: el cincel y el martillo, empleados para producir un objeto bello o útil, es aquí la ciencia, que busca el conocimiento ya por sí mismo o ya por su utilidad, para lograr un país cultural, social, intelectual, moral y políticamente mejor; y la piedra es la sociedad que a veces se resiste a ser modelada.Aquellas carencias de la ciencia española deben entenderse como resultado de las especiales circunstancias de su historia; contra lo que suele pensarse, encuentra el autor que la ciencia nunca ha sido ajena al discurrir de nuestros saberes pero ha sufrido casi constantemente grandes limitaciones que han reducido la capacidad y crédito de sus contribuciones. Una ojeada a los tiempos de Felipe II, ocupado en asentar su poderío, le permite apuntar la explicación de que para ello tuviera la ciencia que presentar un talante demasiado aplicado, dirigido a consecuciones de valor material para el Estado; nada equivalente a la capacidad de trascender esos fines utilitarios para buscar leyes y métodos generales, que es lo que caracterizó a la revolución científica. En la Ilustración prevaleció la "ciencia útil", progresando menos las ciencias físico-químicas y matemáticas, aunque tampoco su cultivo fuera nulo. Pero, mirando ya al XIX, aporta su visión personal de que el desarrollo científico y el desarrollo industrial y social habían llegado a un punto en que podían beneficiarse mutuamente; la rentabilidad social fue un elemento importante del desarrollo científico y en España fue muy pobre no sólo, como se ha dicho, por deficiencias del sistema educativo sino por las de su capacidad industrial. Y como se percibía la relación entre desarrollo industrial y bienestar, volvió a predominar una concepción utilitarista de la ciencia, desviándola de la ciencia pura, de la investigación no práctica, una de las misiones primordiales del quehacer universitario. Quién sabe si no quedan aún resabios de esa postura, incluso en la propuesta de programas oficiales de investigación y desarrollo. Fiel a estos propósitos va desplegando el libro el panorama que presentan los dos últimos siglos, con menor detenimiento en lo que concierne a las ciencias biomédicas, pues distinta es la aceptacion por la sociedad de las tareas de promover la salud pública que los conocimientos físicos y matemáticos. Así vemos desfilar, con un análisis suficientemente preciso de su labor, a maestros, escuelas e instituciones que delinean el paisaje propuesto: Echegaray, Cajal, Torres Quevedo, Moles, Blas Cabrera, Rey Pastor, la Junta de Ampliación de Estudios, el CSIC, el INTA o la Junta de Energía Nuclear. Como se ve, no le arredra al autor rozar las fronteras de nuestros días y hasta rebasarlas por algunos puntos, aunque con ello pueda provocar la fácil crítica de que allí no aparecen todos los que son. El otro peligro es que tal proximidad favorece el hallazgo de algunas inexactitudes en los datos de quienes nos han sido personalmente conocidos. De Gutiérrez Ríos, por ejemplo, se dice (pág. 364) que era catedrático de Química Orgánica, cuando lo fue de Inorgánica. El Decano de Ciencias de la Autónoma era Juan Sancho, no Jesús Sancho (pág. 369), que podría confundirse con Jesús Sancho Rof, también aludido en el libro, y que era hijo de aquél. Y Francisco Botella no era jesuita (pág.341) sino del Opus Dei, y tuvo su primera cátedra en Barcelona antes de pasar a la de Madrid. La verdad, me siento un poco cutre descendiendo a estas cominerías ante una obra de semejante envergadura pero bien se puede pensar que lo hago como ayuda y no como reproche.
Dicho está, resumiendo, que se trata de una magnífica obra de minuciosa indagación, imprescindible sin duda alguna para comprender nuestro pasado y aun nuestro presente científico. No faltarán opiniones encontradas ante algunos juicios que en ella se emiten, pero eso no hace sino avalar su interés. A mí me han quedado flotando dos reflexiones más bien agridulces. Una, que viene de largo tiempo atrás, cuando me he ocupado de nuestros relativamente cercanos predecesores en la matemática pero que extenderíamos a las demás ciencias: frente al desdén que sobre ellos han descargado a veces las nuevas generaciones, qué respeto me merecen quienes en pleno desierto hicieron germinar, con colosales esfuerzos personales, lo poquito que entonces podía arraigar y gracias a lo cual podemos hoy tener un horizonte mucho más abierto. Y la segunda es si, a pesar de todo, no seguirá siendo actual, cambiando en lo que convenga la dedicación del científico y las aficiones de la gente, la amarga queja de Echegaray que el libro cita: "El drama más desdichado, el crimen teatral más modesto, proporciona mucho más dinero que el más alto problema de cálculo integral". Pues en ésas estamos.