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Letras

Iluminada

12 abril, 2019 02:00

Mary Karr. Foto: Joe McNally

Mary Karr Traducción de Regina López Muñoz. Periférica & Errata Naturae. Cáceres y Madrid, 2019. 584 páginas. 24,50 €

Siempre hemos sabido que Mary Karr (Texas, 1955) no nos lo estaba contando todo. El club de los mentirosos y Cherry -sus dos libros de memorias de infancia y juventud-, contenían algunos atisbos de la vida adulta, pero es en Iluminada en el que madura y adquiere seriedad, la seriedad de la maternidad, del alcoholismo y de Dios. Y con ello no hace sino resultar más divertida. Con una voz áspera, de vidrio molido bajo los pies, capaz de llevar de la risa al pavor en unas pocas frases, Karr ha escrito el mejor libro que he leído en años sobre lo que significa ser mujer en Estados Unidos. La autobiografía es la Barbie de los géneros literarios. Exagera los atributos y convida al lector a adentrarse en un mundo alternativo íntimo. Subversivas, las autobiografías son hasta tal punto el género de nuestra época que los lectores sofisticados las buscan en la ficción, a la caza de pistas que lleven a la “historia real”, con un ferviente apetito de detalles de la verdadera vida del autor. Los grandes autores de autobiografías, como Karr, utilizan esta curiosidad para hechizarnos con la autoridad de lo real. Sin embargo, los detalles recordados tienen que ser seleccionados de manera que las escenas resulten tan reveladoras como si hubiesen sido imaginadas. Cuando no puede recordar, la autora hace del olvido parte de la historia. “En este periodo, la película normalmente nítida de mi memoria tiene más lagunas que las cintas de Nixon”, dice de la ruptura de su matrimonio. “Quizá la agonía de nuestro final fue demasiado desgarradora para que mi mente pueda soportarla, o mi espíritu maternal esté protegiendo a mi hijo de las cosas desagradables. [...] En todo caso, esos años vuelven inevitablemente filtrados a través de mi naturaleza de aquel momento, cuando, sin lugar a dudas yo era algo así como una loca”. A pesar de todo, Karr narra su largo y triste divorcio sin resentimiento, reproches, ni lamentos. La autora no se centra en lo que le hicieron o en cómo se siente, sino en lo que puede hacer sentir al lector. Al principio, cuando Karr escapa de su infancia en Texas huyendo de un padre alcohólico encantador y una madre alcohólica con tendencias homicidas, la vida le va bastante bien. Se va a California a practicar surf y tomar drogas con amigos con nombres como Doonie o Easy. A los 17 años está matriculada en una universidad de Minnesota y empieza a escribir. “El zumbido de la poesía me atravesaba como un tercer riel”, recuerda, “el mito de que podía barajar las palabras precisas en la sucesión adecuada, de que podía poner orden en mi historia...”. Al cabo de unos años, cuando estaba cursando un máster en una pequeña facultad de Vermont, conoció a Warren, un joven poeta aristocrático y atractivo, alumno de Robert Lowell en Harvard, que iba a convertirse en su marido. Así describe la casa de la familia de su prometido: “Hasta los muebles con sus patas acabadas en garras parecen incrustados en la densa pelambre de las antiguas alfombras”. Aunque procedan de mundos distintos, ambos comparten la pasión por el lenguaje y, al principio, la pasión mutua. Karr era “una chica ansiosa de estabilidad, enamorada de un hombre tímido y brillante que huía de la aristocracia en la que nació”, cuenta. Sin embargo, su familia política no era partidaria de hacer donativos, así que la joven pareja se vio condenada a una frustrante pobreza.

Capaz de llevar de la risa al pavor en unas frases, Karr ha escrito el mejor libro que he leído en años, tan divertido y tan serio

Hasta el nacimiento de su querido hijo Dev, la mayor parte del tiempo el embarazo y la juventud mantuvieron a raya la afición de Karr por la bebida. Al tener que conciliar trabajo, maternidad y matrimonio, dio un brusco giro hacia el caos. Las descripciones de cómo se sentía incluso ante una enfermedad corriente en un niño -“Dos toses seguidas me perforan la cabeza como dos disparos de una pistola de clavos”- le resultarán familiares a cualquier madre. Sin embargo, incluso a su desbordante amor por su hijo se oponía la necesidad de un trago. Escena tras escena narra las típicas promesas de dejarlo de los alcohólicos y la tentación de solo una copa más. Pronto, su matrimonio empezó a resentirse. “Mientras Dev se queda en blanco delante del televisor, me arrastro por la casa, me estiro debajo de las camas y dentro de la cesta de la ropa sucia recogiendo las latas de cervezas y botellas de vino”, cuenta. “Cuando Warren llega a casa las saco en el maletero del coche como si fuesen partes de un cuerpo y las reparto por los contenedores de basura de la ciudad”. Como la mayoría de los alcohólicos, Karr empieza a buscar pelea. Hay percances domésticos previsibles, hasta que acaba teniendo un accidente de tráfico. Pasa noches de pérdida de memoria y mañanas de desprecio por ella misma, y al final decide probar “la terapia de grupo” de Alcohólicos Anónimos, aunque, de acuerdo con el anonimato que el nombre de la organización indica, en el libro nunca la menciona. Todo le resulta odioso: los míseros locales en los que se celebran las reuniones, su ambiente de secta, su jerga y sus insinuaciones de que quizá le gustaría plantearse creer en Dios. “¿En qué mundo grotesco me había metido, en el que los ricos buscaban el consejo de los pobres?”, comenta después de uno de los encuentros. A pesar de todo, es arrastrada hacia la acogedora comunidad de los sobrios. “Pongo un montoncito de leche en polvo en mi café aguado y dejo de pensar en mí el tiempo suficiente para reanimarme un poco”. Explica que su amigo el escritor Tobias Wolff le dijo que su negativa a creer en Dios era como “no creer en Bob Dylan porque solamente has oído los CD y nunca lo has visto en concierto”. Cuando sus amigos de las reuniones le aconsejan que rece, accede de mala gana a intentarlo. “Un no creyente lo llamaría autohipnosis. Un creyente diría que es la presencia de Dios. Dejémoslo en empate...”. Aun sobria, Karr se desliza en depresiones incapacitantes y comete un intento de suicidio. “Cuando has vivido mucho tiempo en la oscuridad y sale el sol, pasar al nuevo estado no es coser y cantar”, describe. Pero ni siquiera el colapso nervioso la priva de su sentido del humor. Hablando de una revisión en el hospital McLean, en el que Robert Lowell escribió, refiriéndose a sí mismo, que estaba rodeado de “enfermos mentales de pura raza”, describe su “necesidad de cuidado y custodia en el sitio al que van todas las esposas de Harvard. El diagnóstico fue decepcionante: depresión aguda con insomnio y sollozos incontrolables”. En 1990, con su matrimonio en proceso de desintegración, le ofrecen un puesto de profesora en la universidad de Siracusa y la familia se muda al norte del estado de Nueva York, donde se compran un golden retriever y se instalan en una casa con un gran dormitorio con claraboya. Su matrimonio se ha convertido en “noches y más noches de cordial agonía”. Al final, Warren se marcha amistosamente. Entonces Karr empieza a escribir los recuerdos que habrían de convertirse en El club de los mentirosos. El libro, publicado en 1995, recibió grandes elogios y tuvo un enorme éxito comercial. “Poner todo eso por escrito no es tarea fácil, ya que los recuerdos de aquella época pueden tener efectos devastadores para mí”, dice de las primeras cien páginas. Lo cierto es que las semillas de su narrativa fueron sembradas mucho antes, allá en Minneapolis, cuando la joven Karr se abría paso a trancas y barrancas por la universidad. Aceptó un trabajo de profesora de poesía en un hogar para mujeres con cierto grado de discapacidad intelectual. Le encantaban las reacciones sin filtro de sus alumnas al poder del poema. “Un objeto tan pequeño y puro como un poema, hecho solo de aire, una diminuta secuencia de letras, quizá lo bastante pequeña para caber en la palma de la mano”, dice, “pero capaz de impactar a cualquiera”. Ese mismo poder efímero está contenido en este libro tan divertido y tan serio. © New York Times Book Review