Image: Mucho ruido y pocas nueces (Unos preparativos). Parte II

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Letras

Mucho ruido y pocas nueces (Unos preparativos). Parte II

2 agosto, 2016 02:00

Foto: Bahman Farzad via Remodel Hunt / CC BY

Durante este mes de agosto, El Cultural adelantará por entregas, de lunes a jueves, cuatro cuentos de autores españoles que se publicarán este otoño. Comenzamos con Mucho ruido y pocas nueces (unos preparativos), de Hipólito G. Navarro, que saldrá a la venta el 6 de octubre en la editorial Páginas de Espuma.

- Parte I
- Parte III
- Parte IV

Y
es que todavía antes de que llegara el vigilante a su puesto, bien temprano, al final de la madrugada, cuando aún desenredaba de sus ojos las telarañas del sueño el guarda nocturno, de cada una de esas furgonetas vinieron a salir o ser vomitadas, según, con sus uniformes correspondientes, parejas y más parejas de operarios, mayormente varones -salvo las auxiliares de jardinería y de sonido, unas chicas de muy buen ver-, que tomaron el teatro como por asalto, a la desesperada. Se trata de poner en pie cuanto antes, según ha manifestado el responsable de la caterva, los fastuosos, múltiples, tornadizos decorados para una de las comedias de Chéspir de la temporada. El berenjenal de costumbre cuando toca una del inglés y no una de Beckett o de Ionesco, que son las obras que al vigilante le gusta espiar por entre las densas y fragantes cortinas de terciopelo rojo del teatro.

Si ahora mismo renunciara al terco examen de las furgonetas y pudiera curiosear en el interior del edificio, descubriría cómo los del departamento de añagazas disponen sus redes y trasmallos en la boca misma del escenario, entre el proscenio y el primer orden de bastidores, para construir una especie de pantalla invisible que separe netamente al público de los comediantes. Son redes metafóricas, de humo, muy difíciles de manejar, que requieren de operarios especializados, con muchísima experiencia. Lo mismo que sucede con el departamento de escaleras y graderíos, donde unos oficiales se especializan en escalas de cuerda, con estribos, y otros en escalas de valores, con todos sus peldaños mismamente metafísicos.

Asunto bien diferente es el de la media docena de auxiliares de jardinería. Estas lindas criaturas, que cobran igual que los demás así tengan que hacer montones de horas extra, aguantan con resignación la problemática añadida de que su sector se juegue eternamente el presupuesto con las comedias chespirianas. No basta con armar un bonito florero sobre una mesa o aderezar con tres arbustos otoñales un rincón del escenario, no; sin remedio deben estas sufridas artesanas levantar calles y avenidas de madreselvas bien tupidas y hasta construir en ocasiones laberintos tramados con setos de boj y apretadas cupresáceas. Por sus velados caminos, ya se sabe, pasearán luego los figurantes con absoluta libertad, mientras prestan oídos a lo que de ellos se dice del otro lado de las bardas, siempre de tal manera que el público en la sala alcance a estar pendiente de cuanto sucede en los dos costados, sin recibir a su vez la penosa sensación de que quienes están siendo escuchados son un poquito gilipollas, así sean los únicos que no se enteren ni sospechen de una vigilancia tan elemental y tan grosera.

Ensayan ahí ahora mismo sus papeles el príncipe Don Pedro y Claudio, el hermoso galán, y ni por el forro se percatan de la conversación que sostienen las muchachas. ¿Están sordos, reconcentrados en su trabajo de memorización, o qué demonios les pasa? Nada de eso: es que las muy profesionales jardineras han dispuesto los paneles de glicinas y buganvillas con toda la intención. Como esos artilugios son permeables al sonido en un solo sentido, ellas pueden escuchar con nitidez cuanto los actores recitan, una retahíla en versos consonantes, mientras del otro lado ni se huelen siquiera que ellas discuten de asuntos bien comprometidos, sobre la eventualidad de sus contratos y la manifiesta ineptitud del comité de empresa.

Lo que no se malician las jardineras es que a su vez ellas están siendo observadas desde lo alto por los carpinteros que hoy construyen balcones y ventanas, que también es gente rotatoria de la empresa, sustitutos de verano o contratados por acumulación de tarea -si no son confidentes infiltrados por el sindicato, cualquiera sabe a estas alturas-, que apenas si tienen tiempo de intimar con las macizas de la sección de guardarropa. Así pues, ellos se las arreglan como pueden para regalarse la vista desde arriba mientras trabajan duro, disponiendo bonitas balaustradas donde se darán los muerdos la noche antes de la boda Margarita y Borachio, esos secundarios tan rentables para el enredo chespiriano.

Pero los carpinteros quisieran en el fondo trabajar en una división de la empresa que no emparejara siempre a los operarios de dos en dos, sin reparar, como se apresura a señalarles el lince del capataz, en que sueñan con un imposible, pues emparejar es justamente eso, chavales, unir a las personas o a las cosas de dos en dos. Ya, ya, pero nosotros queremos referirnos… pretenden seguir los ebanistas, cuando el jefe ofrece de súbito la espalda, su gran especialidad, y corta de raíz el más leve conato de armar una guapísima tertulia.

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