Image: Vida de una mujer amorosa

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Letras

Vida de una mujer amorosa

Ihara Saikaku desnuda la doble moral de gran parte de las "buenas maneras" japonesas

28 enero, 2013 01:00

Ilustración de Vida de una mujer amorosa

En 'Vida de una mujer amorosa' (Sexto Piso), Ihara Saikaku retrata el colorido Japón del siglo XVII, un país anclado en las más estrictas estructuras pero a la vez tremendamente sórdido. Al sumergirse en el mundo de las cortesanas, Saikaku consigue transmitir esa doble moral en la que se fundamentan buena parte de las "buenas maneras" a través de los ojos de una joven obligada a venderse para saldar una deuda contraída por su padre. Un libro que transita las esferas sociales del Japón del período Edo y funciona como 'road novel' al mismo tiempo que como crítica.

A continuación se puede leer uno de los capítulos de la novela.


Una prostituta ordinaria

Por el sendero nuevo de Shuyaku un viajero se aproximó a la puerta del prostíbulo de Shimabara. Yo jamás había contemplado una escena semejante. Se trataba de un transporte de cuatrocientos treinta y dos litros de sake en sus respectivas barricas, que iban amarradas a los flancos de un caballo de la posta de Otsu. El hombre que conducía el cargamento iba vestido con un viejo traje de algodón a rayas. Un sable en extremo largo y sin funda, atravesado bajo el cinturón. Su chambergo, cónico, estaba fabricado con hojas de bambú. En la mano derecha, las riendas; la fusta, en la izquierda. Conducía el tiro del coche, con toda indiferencia, a gusto del animal. Un caballero instalado en la casa Maruyama Shichizaemon de la ageya de la calle Machi, había enviado a un palafrenero para que lo precediera y entregara en la casa una carta de presentación, donde se leía: «El portador de la presente es un señor de Murakami, en la provincia de Echigo. Ha venido a la capital con la intención de pagar una asistente. Desea, asimismo, conocer Osaka, y espera hallar mucho placer y hospitalidad en la casa donde ustedes trabajan. Para ello, será necesario que le proporcionen a alguien que lo acompañe a la casa Sumiyoshiya o a la casa Izutsuya. Ruego que se haga todo esto por mí y de acuerdo con los intereses de ustedes».

El remitente de la misiva era un importante caballero de la provincia de Echigo que tiempo atrás había sido amigo íntimo de Yoshino, cortesana de primera categoría. Era un millonario excepcional, de los que ya no quedaban en aquella época. Había hecho edificar, a sus expensas, el piso intermedio de la casa, donde se le seguía recordando por esa acción.

Con una recomendación de esa categoría, era imposible tratar al cliente con indiferencia. Le invitamos a entrar de buena gana después de haber atado su caballo. Su aspecto, sin embargo, no era el de un hombre loco por las cortesanas.

Los chicos de la casa, acostumbrados a las maneras de la gente de la capital, se sintieron algo confundidos. Le dijeron: «Así pues, señor, desea usted pasar un rato agradable con las damas». A lo que el jerarca de provincia, respondió con amargo semblante: «Puedo pagarlo». Y mientras pronunciaba estas palabras, lanzó delante de ellos un bolso de cuero que contenía tres sho en monedas de oro rectangulares para cada uno, y en cuyas superficies podían verse impresas unas paulonias. El bolso contenía, además, un puñado de piezas de un bu, con el cual les untó la mano. Los criados, entonces, aceleraron sus preparativos contra el frío, pues el crepúsculo ya estaba por caer, mientras solicitaban su ayuda para recuperar piezas de ropa que habían empeñado.

Más tarde, cuando le ofrecieron una copa de sake, les dijo que, acostumbrado a beber solamente el de su país, no le gustaría probar el fabricado en ningún otro sitio. Y añadió: «Bien, ahora, ¿qué tal si nos divertimos con esos dos barriles de sake que he traído de lejos? Quiero bebérmelo yo solo, de principio a fin». Le respondieron que si el sake de la capital no le gustaba, naturalmente, las cortesanas empezarían a reconsiderar sus gustos. Y aprovecharon para decirle que sentían curiosidad acerca de sus preferencias en cuestión de mujeres: «Vamos a presentarle algunas Tayu para que lo agasajen», le indicaron.

Sin embargo, para su deleite, salimos todas a presentarnos y le mostramos nuestro espectáculo vestidas con el uniforme de paseo de tarde. Al desfilar íbamos enseñando nuestro nombre escrito en un abanico dorado o plateado, el cual desplegábamos por encima de nuestras cabezas. A las Tayu les correspondía el dorado. A las Tenshoku el plateado. Fue una exhibición ingeniosa.

Anteriormente, cuando todavía ostentaba el título de Tayu, una de las cosas que más me enorgullecían era la ilustre cuna de mis antepasados. Pero a aquellas alturas de mi vida, la gente casi había dejado de interesarse por mi pasado, les daba igual si era de noble linaje o si mi padre había sido un recogedor de papeles usados.

También había estado particularmente orgullosa de mi belleza y, desde mi posición, me negaba a dirigir la palabra a los hombres cuya vulgaridad era evidente. Al apuntar el alba, cuando el canto de las aves señala el momento de la separación, acantonada en mi orgullo, no acompañaba a mi cliente a la salida. Acostumbraba mostrarme altiva. Gradualmente, los rumores sobre mi actitud crecieron, fui quedándome sola y dejé de cumplir con los deberes de mi profesión. Mi dueño no pudo hacerse cargo de mí por más tiempo en esas condiciones. Por ello, después de ciertas pláticas privadas entre él y la gente de la casa, se decidió degradarme al nivel de Tenyin. Desde ese mismo instante, dejé de tener amigas entre las Tayu. Se limitó mi ropa de cama a un par de futones. A raíz de mi destitución, los inferiores no doblaron más sus rodillas delante de mí. Quienes me trataban con respeto y me llamaban Tayusama empezaron a designarme, simplemente, «señora». No me volvieron a asignar el sitio alto del salón.

Cuando era Tayu no permanecí ni un solo día en la vivienda de mi dueño. Con veinte días de anticipación le rogaban al Yarite3 que me reservara. En un mismo día me invitaban a Pero al escuchar estas palabras, aquel acaudalado hombre se echó a reír y respondió: «Poco me importa su habilidad en la cama y, como tampoco sé si llegaremos a entendernos, simplemente haga venir a la Tayu más bella de la casa y no me obligue a escogerla».

presentarme en cuatro o cinco lugares. Iba de una ageya a otra, impelida por un río de gente; unas personas iban y otras venían a mi encuentro, en medio de un gran rumor. Ahora, por el contrario, sólo me acompañaba una pequeña kamuro. Por ello, como me incluyeron entre las de la comitiva, mientras desfilaba frente al cliente de Echigo que se encontraba en la casa Maruya, trataba de amortiguar el ruido de mis pasos. Mas sucedió que, en cuanto me vio, se enamoró de mí. «¡Oh! -exclamó-. ¡La quiero a ella!».

Pero cuando se le dijo que el mismo día se había acordado mi deposición a nivel de Tenshoku, declaró que, debido al decoro que su provincia exigía y visto el lujo que era necesario desplegar en la ciudad, lo único digno para él era contratar a una Tayu. Observó al resto de las cortesanas y como no encontró otra mujer tan bella como yo, quiso informarse de mi falta, si acaso había yo realizado alguna mala acción contra la gente de la casa que hubiera motivado mi degradación. Las cosas no pasaron de allí, pero los rumores sobre mí no cesaron. A partir de esa fecha, me tropecé con hombres por los que, hasta el día anterior, sentía una profunda aversión. Los encontraba en mi cuarto; y cuando lo cerraba se quedaban a la puerta, acosándome. Yo acostumbraba adoptar un aire serio y distante en el salón, pero mis gestos y mis palabras despertaban críticas y suspicacias. Incluso en la cama con los clientes me sentía segura sólo a medias. Sin embargo, me esforzaba por gustarles. Me arreglaba y hacía mis preparativos deprisa. Debido a las dificultades económicas que atravesaba no me atrevía a dejar encendido el incienso kyara4 tanto rato como hubiese querido.

Cuando el encargado de los cuartos me llamaba para indicarme que la cama del primer piso estaba lista, no me hacía del rogar más que una o dos veces, me ponía de pie y acudía. La dueña de la ageya venía cerca de la puerta y preguntaba comedidamente al cliente si «Había querido acostarme bien», mientras que en tono cortante me daba órdenes, dirigiéndose a mí de manera menos pulida. En cierta ocasión, mientras bajaba la escalera, dijo, mirando de soslayo a la criada: «Hay que apagar las velas de cera de ballena, que se gastan rápidamente, y reemplazarlas por una lámpara de aceite. ¿Y a quién se le ha ocurrido traer aquí para la comida la caja laqueada con relieves dorados, cuando había ordenado enviarla al salón?». Este tipo de reprimendas a causa de nimiedades, pronunciadas de forma descuidada para que el cliente las oyera, me mostraban fehacientemente que, como Tayu, había perdido todo prestigio. Pero ése era el rumbo que estaban tomando casi todos mis asuntos.

Aquella vez, tras oír frases tan amargas, sólo deseé meterme a la cama. Pero mi cliente me obligó a levantarme y, después, cuando acabé de hacerle todo lo que quiso, me preguntó, con cierta lástima, acerca del pueblo de mis padres. Pensando que tal vez obtendría algún beneficio, le conté todo. Naturalmente, ya en confianza, le pedí cargar a su cuenta mis preparativos para el Año Nuevo. Consintió de buena gana.

En nuestra segunda cita, como ya éramos más íntimos, al separarnos lo acompañé hasta la salida de la casa, y me quedé allí hasta que su imagen desapareció de mi vista. Con el paso de los días, se me hizo tan indispensable su presencia que me afanaba por enviarle cartas en pliegos de papel fino.

Durante el tiempo en el que trabajé como Tayu, jamás envié cartas a nadie antes de haber tenido cinco o siete encuentros agradables que me permitieran acostumbrarme a la persona. Sin embargo, el Jikifune o el Yarite velaban por la comunicación entre nosotras y los clientes, y me obligaban a escribirle a un alto señor que me visitaba. En cuanto me veían de buen humor, frotaban el palo de tinta sobre la piedra de la escribanía y me presentaban el papel josho, en el cual transcribía, apresuradamente, frases totalmente convencionales. El resto lo hacían ellos mismos: ellos plegaban, ataban la misiva, escribían la dirección a la que iba dirigida y la enviaban. Casi siempre, el destinatario enviaba al Jikufune una respuesta para agradecer mi carta, expresar su respeto y rogarme que yo no cambiara mis sentimientos con respecto él y que continuara amándole como hasta ese día. Incluso, en alguna de las respuestas, alguien ofreció al Yarite y al Jikifune un soborno de tres grandes monedas de oro. En aquella época no encontraba nada extraordinario ni en el oro ni en la plata que el mundo ansía tanto. Prefería perder dinero que aceptar a cualquiera. Cuando se reflexiona sobre ello, el oro que da el Tayu es como dinero ganado en un garito. Sin embargo, en cuanto no lo tuve más, abandonando toda vergüenza, lo pedí a los clientes, sin importarme las consecuencias.

Generalmente, los que se divierten con mujeres bellas consideran que la vida de ellas es tan justa como conviene a su condición. Quienes disponen de medios por encima de quinientos kamme de dinero pueden tranquilamente contratar a una Tayu. Quienes poseen doscientos kamme, pueden relacionarse con una Tenshoku. A quienes pueden gastar cincuenta kamme les conviene una Kakoi. En cuanto a los que necesitan trabajar para comer, ellos simplemente no pueden pensar en divertirse con mujeres.

Al observar las costumbres mundanas de estos últimos años vemos a gente irreflexiva que dilapida unos recursos que le permiten divertirse durante menos de medio año. Gastan intempestivamente todo su dinero y luego, para sostener su rumbo, comienzan a pedir prestado a una tasa del veinte o el treinta por ciento, con lo que sólo el pago de intereses absorbe todo su haber, hasta que, al final, un gasto de esta magnitud los arruina a ellos y a su familia. ¿Qué placer puede experimentarse al divertirse de esta manera? En el mundo flotante hay todo tipo de gente. Mientras servía en cierta casa, el Tenshoku me encomendó tres clientes. Uno de ellos vivía en Osaka, y perdió su casa cuando los comerciantes de nuez de betel que braron a causa de la especulación. El segundo, que era proveedor de fondos para representaciones teatrales, tuvo enormes pérdidas. El último excavó una mina de plata en las montañas, pero su empresa acabó mal. En veinticuatro días los tres estaban arruinados y dejé de tener noticias suyas de forma abrupta. Mientras aún lamentaba el súbito infortunio de mis tres clientes, durante el «mes de la escarcha», un absceso, grueso como un grano de mijo, apareció bajo una de mis orejas. Este mal me hizo sufrir y me dejó una fea cicatriz. Para colmo de mala suerte, padecí un resfriado epidémico que demacró mi negra cabellera. En cuanto me veía, la gente se alejaba de mí; y yo misma, despechada por mi desgracia, abandoné la costumbre de mirarme al espejo durante la mañana y la tarde.