Image: Churchill o el milagro de la palabra

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Letras

Churchill o el milagro de la palabra

Una exposición en Nueva York repasa la faceta como escritor y orador del ya legendario político británico, premio Nobel en 1953, que sostuvo con sus discursos la moral británica durante la IIGM

22 agosto, 2012 02:00

La convicción que Churchill ponía en sus discursos fue crucial en la resistencia de la democracia contra el nazismo.

Pocas personas en este mundo, a lo largo de toda la historia de la humanidad, encarnan mejor que Winston Churchill lo que significa el poder de la palabra. Es decir, la capacidad de un hombre para cambiar el curso de la historia con lo que escribe y con lo que dice. En su intensa biografía, hay sobre todo un momento que prueba esta virtud. El que media entre el comienzo de los bombardeos nazis sobre Inglaterra y la entrada de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Fueron unos meses en los que parecía que los británicos poco o nada podían hacer frente a la fortaleza y la determinación militar alemanas. Sólo el Canal de la Mancha les había salvado de correr la misma suerte que Francia, desarbolada y ocupada en cuatro días. Tocaba pactar o rendirse. Era lo más sensato. Pero Churchill se negó de plano.

Con sus discursos, muchos de ellos radiofónicos, consiguió inocular a su pueblo la moral que el Blitz de la Luftwaffe ponía a prueba cada día, sin descanso, con miles de bombas arrasando la principales ciudades de Inglaterra, sobre todo su capital, Londres, en la que sus ciudadanos debían vivir como ratas agazapadas en el subsuelo. Churchill no les vendía humo a los suyos. "Sangre, sudor y lágrimas" era la receta que debían aplicarse. Eso sí, para conseguir un objetivo honorable: repeler al nazismo de su isla. Los sacrificios no caerían en saco roto. Eso lo dejaba bien claro.

De sus dotes como orador da cuenta estos días una exposición en Morgan Library & Museum, en Nueva York (abierta hasta el 23 de septiembre). También de su faceta como escritor, que suele quedar un tanto eclipsada por sus logros políticos, pero que tiene una importancia capital. No en vano, Churchill ganó el premio Nobel en 1953. El jurado ensalzó "su dominio de la descripción biográfica, así como su brillante oratoria en defensa de los valores humanos". Aun sin ser un historiador profesional (un académico, digamos), su escritura se centró en el campo de la historiografía. De hecho, sólo dio a la imprenta una novela, Savrola, ambientada en una revolución desencadenada en un Estado europeo y en la que algunos de sus personajes tenían claros paralelismos con miembros de su familia, de origen aristocrático (los duques de Malborough).

La ventaja de que disponía Churchill con respecto a los historiadores ortodoxos era el bagaje de su ajetreada experiencia en diversos conflictos bélicos, en la India británica, en Sudán, en Suráfrica (contra los bóeres) e incluso en la I Guerra Mundial, en la que tuvo una breve participación en el frente occidental. En todos ellos luchó como oficial del ejército británico. Y qué decir de su papel en la Segunda Guerra Mundial, en la que fue uno de los principales protagonistas como primer ministro de Gran Bretaña y uno de los más obstinados resistentes contra Hitler y sus anhelos expansionistas. Él no vio los toros desde la barrera, sino que los lidió en los medios, esgrimiendo una Union Jack como muleta. Sin miedo. Su perspectiva privilegiada sobre el devenir de la guerra y su talentosa pluma, ya por entonces muy entrenada (fue un autor prolífico, con muchos títulos abultando su currículo), le sirvieron para dar forma a su obra más ambiciosa y reconocida: Segunda Guerra Mundial. En total, seis volúmenes, que empezó a escribir tras salir derrotado por los laboristas al término de la guerra, en 1945, y que no acabó hasta nueve años después, en 1954.

La exposición neoyorquina recoge alrededor de 60 documentos y objetos relacionados con esta labor literaria, que Churchill desarrolló por pura vocación pero también movido por intereses prácticos: el dinero que le brindaban los derechos de autor y los anticipos financiaban sus caprichos de aristócrata (los buenos puros, el buen whiskey...). Han sido reunidos por Allen Packwood, director del Churchill Archives Center de la Universidad de Cambridge, que también ha contado con documentación custodiada en la casa del político británico en Chartwell (Kent). Hay algunas cartas en que su madre, cuando él tan solo contaba con 10 años, ya lo describe como "un continuo problema para todos".

Y así era: un jovenzuelo muy rebelde, un mal estudiante, que en lo único en que no cateaba era en matemáticas e historia. Por entonces nadie podría augurar que fuera a llegar tan lejos. Y menos que desarrollase una habilidad tan notable en el manejo de las palabras, escritas y pronunciadas. De hecho, su dicción distaba mucho de ser impecable. Por ejemplo, tenía un grave problema con la pronunciación del fonema 'sh', que convertía invariablemente en 's'. Hay estudiosos de sus discursos que afirman que puede apreciarse su renuencia a utilizar palabras empezadas por 'sh', que siempre que era posible quedaban sustituidas. Churchill, no obstante, limó esta deficiencia a base de ejercicios. Una frase que repetía hasta la saciedad era: "The Spanish ships I can not see for they are not in sight". Aunque también es cierto que cuando era un simple escolar ya leía con devoción a Gibbon, Macauley y Kipling.

Decía Kennedy que Churchill "movilizó la lengua inglesa y la mandó al combate". Es una impresión muy acertada. Todavía parece milagroso cómo la RAF pudo contener en los cielos ingleses a la Lutwaffe con medios infinitamente inferiores. "Nunca tantos debieron tanto a tan pocos", decía siempre Churchill en homenaje al valor y la pericia de los pilotos de las fuerzas aéreas de su país. Ni cómo el pueblo británico aguantó con tanta entereza anímica la tortura de la lluvia de fuego que caía cada día sobre sus tejados. Hoy no quedan muchas dudas de que Churchill, el poder de sus palabras, obraron en gran medida ese 'milagro'.